Desde el fondo de la historia se dice con razón que el fútbol argentino siempre ha sido un fenómeno para mostrar con orgullo en el Viejo Continente. Pero nunca como en los últimos diez años los jugadores argentinos ganaron tanto espacio en los principales escenarios de Europa. En esta temporada, de los 600 millones de dólares que invirtieron los clubes italianos en reforzar sus planteles, 160 millones los gastaron en jugadores argentinos y 60 millones en brasileños.
Por supuesto hay un perfil propio del futbolista nativo. La característica central es el manejo de la pelota, la habilidad y la picardía para encontrar atajos que lo acerquen al desequilibrio más deseado: la posibilidad inminente del gol. Eso que se ha dado en llamar la identidad del potrero y que se ha exhibido durante décadas como una marca de fábrica que supuestamente nos ponía un escalón por encima de los ágiles y precarios europeos.
Los nombres de Grillo, Angelillo, Sívori, Maschio, Alonso, Bochini, Maradona, Mario Zanabria, Patricio Hernández, Babington, Gorosito, Márcico, Manso, Messera, Ezequiel González, Aimar, Ortega, Gallardo, Saviola y Riquelme están unidos por el patrón cultural que alumbró el potrero. O por una herencia genética con sabor rioplatense. Cada uno de ellos encarnó, en su tiempo y en su medida, el imaginario popular del clásico jugador argentino. Ese que en general se identifica con el número diez en la espalda, el credo de la gambeta y cierto aire de indolencia.
Pero en un fútbol obligado a exportar a sus mejores figuras para subsistir, este biotipo de jugador –Maradona configura una excepción– encontró resistencias para ser aceptado en la elite del fútbol mundial.
Mirando hacia atrás, surgen algunos datos objetivos: Bochini nunca jugó con otra camiseta que no haya sido la de Independiente, el Beto Alonso sólo estuvo algunos meses en el Olympique de Francia, Márcico trascendió sólo en el Toulouse, Gorosito en el Tirol de Austria, Babington en Wattenscheid 09 de Alemania. Las referencias pretenden explicar que estas estrellas del fútbol argentino no fueron tentadas a jugar ni en la Juventus ni en el Real Madrid, por citar sólo a dos poderosos.
Los dos máximos exponentes de hoy, Aimar y Riquelme, tampoco pudieron ser transferidos al exterior, a pesar de su gran protagonismo en River y en Boca. Sólo Grillo, Angelillo, Sívori y Maradona brillaron con luz propia entre los grandes del calcio, más allá de Batistuta, quien no está dentro de la tipología de jugadores con estirpe callejera.
Además, el apresurado regreso a River de Ariel Ortega puede interpretarse como un llamado de atención. Dejando de lado su nostalgia y su dificultad para adaptarse al modo de vida europeo quedó claro que su juego, muy relacionado con la lógica del potrero, no es un bien de consumo masivo en el fútbol del Viejo Continente. Sus gambetas no sedujeron en el Valencia, tampoco en la Sampdoria ni en Parma. Incluso, Ortega fue descalificado en Valencia por el técnico Claudio Ranieri: “No actúa como un profesional. Es un vago”, dijo. El caso del Burrito, con sus idas y vueltas, puede ayudar a entender qué es lo que no se acepta en Europa, por encima de un perfil de juego.
¿A partir de la crisis económica que azota a los clubes argentinos debería privilegiarse un modelo netamente exportador? El interrogante hoy adquiere una importancia superior. Los ingresos genuinos y extraordinarios son insuficientes para que los clubes se sostengan. Queda entonces en primer plano la venta de jugadores para brindar una asistencia económica consistente. Si los dirigentes apuntaran todos los cañones hacia ese objetivo, muchas cosas deberían cambiar de raíz.
Desde el mismo momento en que un chico comienza a patear una pelota, la camiseta número diez se gana casi todas las adhesiones. Ocho de cada diez pibes se ilusionan con la magia de un diez bordado en la espalda. Pero según Roberto Mariani, quien durante muchos años trabajó en las divisiones inferiores de Vélez y San Lorenzo, algo está cambiando.
“Los dirigentes están variando el sistema desde las categorías más chicas. Y están copiando lo que no se debe copiar, matando a la gallina de los huevos de oro, porque la Argentina tiene un patrón futbolístico que siempre nos distinguió. Pero ahora, en nombre de los resultados, se busca potencia y no se lleva a cabo la evolución técnica de los juveniles.”
Dice también Mariani que el proceso de maduración se licua en nombre de las urgencias. Que el aprendizaje requiere de etapas que se están salteando. Y que el peso y la contextura física, atributos que cotizan en alza, no determinan las condiciones.
Claudio Morresi, coordinador de las inferiores de Huracán, se preocupa por una tendencia que se impone: “Estamos siguiendo otros patrones y el típico jugador que generó la Argentina sufre las consecuencias de que cada vez se le da menor importancia al juego asociado. En el fútbol de hoy el armador no se está usando. Pero igual yo creo que el talento y la creatividad superan siempre a la táctica. Aunque el modelo de la modernidad hace que los nuevos jugadores se identifiquen con otros esquemas y que se le de prioridad a la fuerza sobre la calidad, salvo en clubes como Independiente, Argentinos o River. Los que responden a las características de nuestro jugador tipo ya no compiten y no pueden terminar de explotar nunca sus cualidades”.
Es como un círculo vicioso. Cada vez se venden jugadores más jóvenes, que sufren las consecuencias de la adaptación. Y a su vez debutan en Primera adolescentes de 17 o 18 años que, por supuesto, no alcanzaron la madurez.
El periodista Juan Pablo Varsky entrega un ejemplo: “Aimar surgió en River por las ventas de Ortega y Gallardo y apresuraron su formación. Por eso en un momento entró en una crisis futbolística. Su futuro dependerá del club que lo contrate, del técnico que lo haga jugar y de lo que se le pida en la cancha. Por más que sea uno de los mejores jugadores del medio local puede no tener el mismo rendimiento en Europa”.
Jaime Ortí, vicepresidente del Valencia de España y habitual comprador de jugadores argentinos, aclara sus prioridades: “De los argentinos nos gusta la garra y la técnica. Los jugadores que allá llaman enganches no entran en los esquemas que se están aplicando aquí. No es algo excluyente, porque las tácticas son modas. Pero por ahora es así”, asegura. Y suma un factor clave en las decisiones: “Cuando disponemos de dinero, buscamos jugadores muy fuertes en lo físico o enteramente desequilibrantes en ataque. Aquí triunfó Mario Kempes, pero con características muy europeas; por potencia y llegada al gol”.
Una moda, como sostiene Ortí, tiene su ciclo de duración, pero lo sugestivo es que esta tendencia parece perdurar. En los 80, por ejemplo, dos astros como Francescoli y el brasileño Zico también remaron contra la corriente. Y el saldo no fue altamente favorable. Francescoli tuvo un discreto paso por el Racing de París y el Cagliari de Italia. Zico, por su parte, después del Mundial 82 fue transferido al modesto Udinese y emprendió el regreso al Flamengo en el 85. Tanto Francescoli como Zico fueron actores de reparto en un medio que no los valoró como en Sudamérica.
Settimio Aloisio, representante de Batistuta, marca las preferencias de los clubes europeos a la hora de reforzarse: “Ellos buscan especialmente puntas y mediocampistas con llegada; casi mediapuntas al estilo Totti, en la Roma, y Del Piero, en Juventus. Después, los líberos y los carrileros. El enganche clásico pasó de moda. Sólo el técnico checo Zeman los utiliza, pero casi nadie más. Además, Manso, Messera, Ezequiel González, Aimar y Riquelme corren con una desventaja porque los clubes, antes que nada, preguntan cuánto mide y cuánto pesa. Lo que más les interesa es que sean muy profesionales. Los buenos deben trabajar como los malos y ser un ejemplo para todos”.
El empresario Daniel Comba, atento a la movida y al concepto táctico, dice que prefiere representar jugadores que se adapten a las necesidades del mercado: “En el sistema con línea de tres que aplican casi todos los equipos grandes de Europa, el enganche clásico es reemplazado por dos volantes de marca por el medio que hacen relevos. Los enganches argentinos, por condiciones, pueden jugar; pero ahora se buscan jugadores como el Kily González o Figo, que van y vuelven. Se busca sobre todo velocidad y explosión”.
Antonio Angelillo, Carasucia de aquella Selección Argentina que brilló en Lima en 1957 y ahora consejero profesional del Inter, marca diferencias de criterio para interpretar un cambio: “Verón reemplazó a Mancini en la función de conductor de la Lazio porque era más apto para el juego largo y evitaba la circulación de la pelota en el medio de la cancha. Éste no es el momento para jugadores con el estilo de Mancini. Acá, hasta Roberto Baggio no tiene lugar, y Zola tuvo que ser transferido a Inglaterra. Europa tiene otra mentalidad, porque el jugador, además de su función específica, debe saber defender”.
Julio Velasco, director deportivo del Inter, deja otro dato: “Tiene mucho que ver la exigencia del entrenamiento, porque en Italia es muy duro. Se prioriza mucho la capacidad física del jugador, ya que faltan espacios y se juega un fútbol de permanente roce. Lo más importante en Europa es jugar sin la pelota y los argentinos están muy acostumbrados a tenerla siempre”.
Una de las opciones ante el avance del modelo globalizado de futbolista –impulsado por muchos en la Argentina– es mantenerse inflexibles, respetando las características de nuestro fútbol.
José Sanfilippo crítica con dureza esa actitud: “Estos chicos difícilmente triunfen en Italia, porque se los come la marca y porque los golpes son impresionantes. No pueden competir frente a jugadores de casi dos metros de altura. En España puede ser, aunque habría que verlos. Pero en Italia no van a ningún lado con la gambetita. Un Ortega allá no les gusta y acá es ídolo. Ellos quieren que la ponga de primera o que tire un pase largo. Aimar puede andar, pero lo van a moler a patadas. Los demás son muy gambeteadores, lateralizan demasiado”.
En el rubro de los gambeteadores, como los clasifica Sanfilippo, Damián Manso queda en la primera línea de fuego. El enganche de Newell’s fue pretendido por el Lens de Francia, pero finalmente quedó en la nada. Ezequiel González fue vendido a la Fiorentina como apuesta a futuro, pero se quedará en Central durante esta temporada. Por Aimar y Riquelme hay una variedad de clubes interesados –entre ellos el Barcelona y el Real Madrid–, sin embargo el nuevo siglo no arrojó grandes novedades.
La lista se extiende con Mariano Messera, quien seguirá en Gimnasia y Esgrima La Plata. Daniel Montenegro fue vendido al Olympique de Marsella, pero jugó en Independiente un año y, cuando volvió a Francia, no encontró un lugar estable en el equipo. A Sixto Peralta lo incorporó el Inter y luego lo cedió a préstamo al Torino. El futuro inmediato de Leandro Romagnoli seguirá ligado a San Lorenzo.
El caso de Marcelo Gallardo es clave e ilustra esta realidad. Mientras era gran figura en River y fue convocado por Daniel Passarella para la Selección, fue tasado en 10 millones de dólares. Sin embargo, luego del Mundial de Francia, sólo pudo ser negociado al Mónaco de Francia después de varios intentos fallidos de ubicarlo en un club más poderoso.
El mismo Gallardo describe las dificultades con que se encontró: “Es muy difícil que en Europa interesen jugadores de mi estilo, porque no nos utilizan en la función clásica. Incluso en Francia, porque salvo Zidane en la selección, no se juega con enganche. Cuando llegué al Mónaco tuve que jugar como volante por izquierda, aunque con algo de libertad. Ahora estoy como un volante central acompañado por uno de marca. La táctica cambió mucho y no nos beneficia”.
Una cuestión de estilo provoca que el jugador argentino por excelencia se parezca mucho a una pieza anacrónica, apta para un museo de artefactos curiosos pero no para un fútbol que pretende llegar al área rival lo más rápido posible y casi sin escalas. Ángel Cappa, ex técnico de Racing y ayudante de Valdano en el Real Madrid, dispara su reclamo: “En Europa pareciera que cuantos más pelotazos tiran los volantes fuese mejor. Todo tiene que hacerse rápido, sin traslado, sin circulación, aunque esto conspire directamente contra la precisión y el buen fútbol. Y se valora eso. En definitiva, la urgencia, la velocidad por la velocidad misma, pero sin riqueza, sin matices, sin juego. Porque se pasa velozmente de un campo a otro, pero no se prospera en los circuitos. Todo es vertical. Y no hay casi nada de pausa, aunque el fútbol desde sus orígenes siempre tuvo incorporada la pausa como clave para defender y atacar”.
La táctica, por supuesto, está sujeta al gusto de los técnicos. Son ellos los que ubican jugadores, imaginan funciones, arman esquemas, crean espacios de libertad o aprueban fórmulas que limitan. Y hoy en Europa, la mayoría de los técnicos prescinde de la alternativa de jugar con un enganche.
Prefieren cuatro volantes en línea, con dos que vayan por afuera y dos que tomen el centro de la cancha. Mucho ida y vuelta. Gran movilidad, permanente presión, casi nada de pausa. En este esquema, Manso –por citar más una característica que a un nombre propio– tendría que jugar como media punta y no como un diez clásico.
En este sentido, Marcelo Bielsa es un buen punto de partida. Durante las eliminatorias muchos criticaron el exceso de vértigo que mostraba el equipo. En ese sistema, Verón es el enlace entre los volantes y los delanteros. Pero Verón no es un enganche típico, aunque maneje la dinámica de la Selección. La ventaja que lo ubica por encima del resto es su capacidad de adaptación a las variantes tácticas y su inteligencia para encontrar los ritmos de la descarga ofensiva. Por otra parte, es cierto que Aimar tuvo su chance, pero nació de una necesidad: Zanetti se lesionó frente a Brasil y Verón ante Paraguay fue volante por derecha sin resignar su rol de estratega y organizador.
En la actualidad, ni Riquelme, ni Ezequiel González ni Messera tienen lugar en el ideario futbolístico de Bielsa, salvo que le sumen a sus condiciones una virtud esencial: la funcionalidad es el plus que promueve el nuevo orden. En definitiva, el orden de la movilidad permanente.
Bielsa, mientras tanto, observa con recelo la etiqueta de “técnico europeo” que le endosan con ánimo descalificador, pero prioriza la pelota vertical antes que la circulación. Y en su búsqueda del equilibrio no renuncia a las características culturales del fútbol argentino, aunque con algunas licencias. ”Lo de la Selección es un 4-3-3”, suele decir. De hecho no lo es. Diego Simeone es más realista: “Argentina se mueve con un 3-3-1-3”. Las dos lecturas no dejan de ser detalles. Los sistemas siempre corren detrás de la categoría de los jugadores. Y el atraso o el progreso depende, sobre todo, de las virtudes individuales.
Carlos Bianchi, recientemente consagrado como el mejor técnico del mundo por la Federación Internacional de Historia y Estadística, se refirió a su ubicación temporal como entrenador. “Y… debo ser muy antiguo”, dijo con su habitual ironía. Él juega con un 4-3-1-2.
Riquelme es el diez diez. Más clásico imposible. Y les fue bárbaro a Bianchi y a Boca. Ambos ganaron todo. Una disidencia para tomar en cuenta.
Por / Eduardo Verona
Cambiar la identidad y complacer la decisión de un técnico para tener un lugar en un equipo no es una medida inteligente. Hay ejemplos que confirman que se puede ser fiel a un estilo propio sin resignar protagonismo.
Cuando Daniel Passarella aún no era el Kaiser le dijo a Ángel Labruna que no estaba dispuesto a jugar de lateral izquierdo. “O juego de seis o no juego”, le disparó a quemarropa. Labruna lo mandó derecho a la Reserva y Passarella, a fuerza de goles y muy buenas producciones, después obligó al técnico a darle una plaza como titular de la Primera División en la función de seis.
Esa personalidad y orgullo que demostró Passarella hoy es una especie en extinción. Cuando Europa compra jugadores argentinos con target de potrero los empuja a cambiar su identidad futbolera. Lo sufrió Ortega, pero el Burrito no resignó su esencia.
“Acá no disfrutan con una gambeta”, nos confesó cuando estaba en Parma. Si no disfrutan es cosa de ellos. Como también es cosa de ellos que a un diez clásico -al estilo Riquelme- no lo incorporen al sistema. Lo políticamente correcto parece ser mimetizarse con esa tendencia. Y hasta admirar su concepto de fútbol moderno. En definitiva, seguirles el tren para universalizar los gustos y las preferencias.
Pero el fútbol, por suerte, todavía no se globalizó. Por eso Aimar, Riquelme o Manso juegan como juegan. Son argentinos. Vienen del potrero. Y para crecer no necesitan hacer deberes que no tienen ganas de hacer. La actitud de Passarella es un magnífico ejemplo.
UN CASO TESTIGO
La parábola de Roberto Baggio, uno de los pocos enganches clásicos nacidos en Italia, deja ver algo más que una situación particular. Fue pase récord en mayo de 1990 cuando la Juventus se lo compró a la Fiorentina en 17 millones de dólares y provocó en Florencia y Turín una verdadera conmoción entre los tifosi de los dos clubes.
Hoy, con 33 años, a una década de aquellas cifras y sacudido por los cambios tácticos, su juego fue perdiendo admiradores e influencia. Figura y goleador de Italia en el Mundial de Estados Unidos, en el 97 quedó libre del Inter, estuvo dos temporadas sin relieve en el Bologna y el año pasado recaló en el Brescia, donde no es titular. El tobogán que trasladó a Baggio hacia la intrascendencia tiene una razón de ser: su función no es requerida.
Por/ Alejandro Caravario
Suele decirse que el futbolista criollo modeló su talento en los desniveles del potrero. Pero en un país de mezclas, hablar de identidad exige contemplar la diversidad. ¿O Palermo no es tan argentino como Ortega?
César Menotti se quejó porque Batistuta, más acá de sus indiscutibles méritos, no es un exponente cabal del estilo argentino, forjado en los desniveles del potrero. Es cierto que aquí el público celebra la pericia de los gambeteadores y la defiende como componente básico del show. País adicto a la pelota, jamás faltaron –ni faltarán, seguramente– los chicos diez, nota redonda y perfecta que saca Riquelme a menudo gracias a las maravillas surgidas de su suela.
Pero de allí a suponer que la Argentina futbolera es una línea de montaje que debe modelar jugadores idénticos hasta en la manera de escupir hay un paso que sólo pueden dar los fundamentalistas. Si solemos reconocer que éste es un país de mixturas, por qué exigirle al fútbol una identidad libre de influencias como si fuera una isla cultural. Por qué ordenarle una pureza imposible. ¿O los tanques como Batistuta no abundaron siempre en las áreas argentinas? ¿O Passarella –de pisarla ni hablemos– no es un prócer como el Beto Alonso? ¿Acaso las hinchadas no festejan tanto un caño como el sacrificio? Y no se les ocurriría pensar que el trabajo pesado prostituye a los talentosos.
Los zurdos que la esconden y la dejan chiquita son una provincia del mapa, en el que conviven especies tan genuinamente criollas como los caudillos de armas tomar. Es probable que la Argentina, desde Di Stéfano –tan “europeo” según se dice–, haya demostrado una identidad plural. Aceptar la diversidad requiere un ejercicio de la tolerancia, atributo escaso en la compleja personalidad argentina.
El Gráfico (2001).