El rito se cumplía invariablemente, de lunes a viernes. Se encontraban en el primer vagón, en el tren de las 8.04, que salía de Constitución y rumbeaba hacia La Plata. Eran cuatro o cinco jugadores y el técnico. Tomaban el desayuno en el salón comedor para llegar bien armaditos al entrenamiento matutino y entre tostadas, buenos días y chucuchucu, se enredaban en el vicio que los envolvía por aquellos tiempos: el fútbol. Porque con Osvaldo era fútbol, fútbol y más fútbol.
Una mañana, sin embargo, el Jefe cambió las coordenadas: los citó una hora antes y debajo del reloj central de la estación. El tiempo transcurría entre comentarios de ocasión, sin que ninguno de los futbolistas consiguiera comprender por qué estaban a esa hora en ese lugar y no disfrutando de los últimos minutos de sueño. Hasta que un malón de gente se desprendió de los trenes y pasó por delante de sus narices. Eran trabajadores; cada uno con una bolsita en la mano. “Ven, éstos son los verdaderos laburantes; se rompen el lomo todo el día y sólo tienen el paquetito para comer. Ustedes, en cambio, trabajan de lo que les gusta. Y encima les pagan. Tienen la suerte de ser jugadores de fútbol. Si no hacen las cosas que hay que hacer, van a terminar así. Si nos enchufamos y me hacen caso, vamos a ganar y va a ser todo distinto”, les explicó en una especie de clase teórico-práctica.
Osvaldo Juan Zubeldía transmitía con convicción sus ideales. Fue un auténtico revolucionario del fútbol. Carlos Bilardo, Alberto Poletti, Marcos Conigliario y Felipe Ribaudo, sus habituales compañeros de ruta, lo escuchaban con atención aquella mañana, como lo escuchaban también sus otros compañeros en el resto del día. El mensaje, aquella máxima que bajó de manera gráfica frente a la masa obrera que dejaba los trenes, resultó finalmente una síntesis perfecta de lo que expresaron sus equipos en los campos de juego: convicción de hierro, esfuerzo compartido hasta el último momento. Con esas premisas, sumadas a otras innovaciones exclusivamente futboleras que propició Zubeldía, el club chico se pudo comer al grande, una ecuación que para el fútbol argentino resultó inviable por casi 40 años.
En 2002 se cumplieron 35 años de aquel Metropolitano 67 ganado por Estudiantes de La Plata que quebró la historia del fútbol argentino en dos. Fue un equipo que rompió las reglas ese Estudiantes de Zubeldía. Las reglas de adentro, porque llevó al campo de juego usos, costumbres y jugadas que no se veían en las canchas argentinas. Y las de afuera, porque terminó con la hegemonía de los clubes más poderosos, promoviendo la liberación de otros clubes chicos, que a partir de ese año parecieron animarse a más y terminaron imponiéndose con frecuencia. Como consecuencia lógica de todo ello, además de romper las reglas, aquel Estudiantes rompió la paciencia de muchos.
Durante estas últimas décadas, no fue extraño ver a conjuntos como Ferro, Quilmes o Argentinos dando vueltas olímpicas en los estadios argentinos. Pero allá lejos y hace tiempo la historia fue distinta.
Los datos de la infografía que acompañan esta nota resultan elocuentes. Desde la instauración del profesionalismo (1931) hasta 1966, inclusive, los 36 campeonatos disputados terminaron en poder de los cinco clubes tradicionalmente grandes: River, Boca, San Lorenzo, Independiente y Racing. No sólo eso: debieron pasaron 20 años desde la implantación del fútbol profesional para que un equipo chico consiguiera anotarse un poroto como subcampeón. Fue Banfield, aquel mítico equipo-bandera de Evita y de los humildes, que terminó cayendo por 1-0 ante Racing en el partido final. Banfield en 1951, Vélez en 1953 y Lanús en 1956 fueron los únicos equipos chicos que consiguieron un subcampeonato hasta 1967. Como contrapartida, entre 1967 y el 2001, es decir en la era post Estudiantes, sobre 64 campeonatos disputados, los chicos se quedaron con 23 títulos (36%) y 30 subcampeonatos (47%). La balanza se había equilibrado definitivamente. Aquel Estudiantes, sin dudas, fue espejo e inyección estimulante para el resto.
El punto de partida del Estudiantes de Zubeldía hay que situarlo a comienzos de 1965, con el arribo del técnico. El Pincha vivía una situación comprometida con el descenso (los promedios no son un invento de la modernidad) y sólo realizando una gran campaña podía salvarse. Terminó quinto y zafó. “Yo jugaba en Español y me querían Argentinos y Estudiantes. Los dos estaban muy jodidos con el descenso, pero como yo pensaba jugar un año solo y después dedicarme a la medicina, y el consultorio lo iba a poner en La Paternal, me dije: mejor me voy para La Plata, así no se raja la clientela”, evoca Carlos Bilardo, a quien el contacto con Zubeldía le cambió los planes y la vida por completo. La medicina agradecida, acotaría un tal César Luis.
Al año siguiente, Estudiantes concluyó en la séptima colocación. El equipo iba tomando forma, a partir de una amalgama entre los más veteranos y un grupo de jovencitos que integraban la Tercera División, que fue segunda en 1964 y campeona en 1965. La “Tercera que mata”, como se conocía a aquel equipo, alistaba en sus filas a Poletti, Aguirre Suárez, Malbernat, Manera, Pachamé, Echecopar, Bedogni, Flores y Verón, valores que terminarían por ser decisivos en el Estudiantes multicampeón. En aquella época, el espectador tenía triple turno de fútbol: a las 11 de la mañana jugaba la Tercera, a la una la Reserva y, a las tres de la tarde, la Primera. El programa para el público platense era fijo: miraban la Tercera, se iban a comer al mediodía y volvían para la Primera. Realmente mataban esos chicos.
Con muchos de esos jóvenes, Estudiantes arrancó el primer torneo corto del profesionalismo (Metropolitano 67) venciendo 2-1 a Huracán de visitante. La primera evidencia importante de que el equipo estaba para grandes cosas la dio cuando derrotó a Boca (1-0) y a Racing (2-1). La victoria en Avellaneda –donde La Academia no perdía desde hacía dos años– quedó en los libros por un hecho muy particular: fue la tarde en que el árbitro Roberto Barreiro expulsó a Pachamé por darle una trompada a su compañero Bilardo. Ocurrió que Estudiantes ganaba 2-0, estaba por terminar el primer tiempo, Pacha se apuró a sacar un tiro libre y el Narigón lo reprendió con palabras nada dulces. Después vino la piña de Pacha y la roja del juez.
Concluida la primera rueda, Estudiantes quedó al tope. Ya era sensación. A Zubeldía le preguntaron si el equipo estaba para campeón. “Los jugadores están preparados para cualquier empresa. Los que deben prepararse son los hinchas y los dirigentes”, afirmó.
El equipo siguió subiendo y el sprint final de la semana decisiva resultó demoledor. En la última fecha derrotó a Gimnasia 3-0 para clasificarse segundo en su zona. El jueves siguiente, 3 de agosto, produjo uno de los vuelcos más increíbles de los que se tenía registro hasta el momento, cuando derrotó a Platense por 4-3 en la cancha de Boca. El Pincha perdía 3-1 hasta los 9 minutos del complemento, jugaba con uno menos por la lesión de Enry Barale (en ese tiempo no había cambios) y debía ganar para pasar a la final, ya que Platense había terminado primero en su zona. Estaba para el 1-4, pero en nueve minutos lo dio vuelta con goles de Verón, Bilardo y Madero. Hazaña. “Esa noche, tras el partido, me fui con Poletti a caminar por Lavalle. Le dije: ya está, yo estoy hecho en el fútbol, más no puedo pedir”, revive hoy Bilardo, sin saber lo que le esperaba.
Tres días más tarde, el domingo 6, faltaba la última escala: Racing, el último campeón, que en ese momento era finalista de la Copa Libertadores. Después de un primer tiempo parejo en el Viejo Gasómetro, el Pincha pisó a su adversario y lo vapuleó por 3-0 con goles de Madero, Verón y Ribaudo. Fue el final de un desenlace histórico con tres triunfos y 10 goles a favor en apenas una semana.
Un nuevo orden nacional comenzaba a imponerse en el fútbol de estas tierras.
Lo que significó la consagración de un equipo humilde en presupuesto y plantel quedó registrado en la columna escrita por Julio César Pasquato, “Juvenal”, en El Gráfico del 8 de agosto de 1967: “El triunfo de Estudiantes ha sido el triunfo de la nueva mentalidad, tantas veces proclamada desde Suecia hasta aquí y muy pocas veces concretada en hechos. Una nueva mentalidad servida por gente joven, fuerte, disciplinada, dinámica, vigorosa, entera espiritual y físicamente. Gente dispuesta a trabajar por un objetivo común. Dispuesta a luchar, a sacrificarse, a transpirar, a entregarse sin retaceos en favor del equipo. Los seis días de la semana y los 90 minutos del domingo... Estudiantes le ganó a 36 años de campeonatos ‘vedados’ a la ambición de un cuadro chico. Estudiantes le ganó a su convicción y a sus limitaciones de equipo ultradefensivo-mordedor-destructivo. Y terminó ganándonos a todos”.
Para Zubeldía, sin embargo, todo esto recién comenzaba. Cuando en el vestuario triunfador le preguntaron si estaba satisfecho, respondió tajante: “Totalmente, no. Siempre quiero más”. Y vaya si sostenía sus palabras con acciones: ese mismo equipo no pararía hasta conquistar tres veces la Copa Libertadores de América (1968, 69 y 70), una vez la Intercontinental y también la Interamericana (1968). Además fue subcampeón en los dos torneos siguientes al Metro 67: el Nacional 67 y el Metro 68.
La fórmula del éxito no era muy compleja. Estudiantes presentaba un gran equilibrio en las prestaciones de sus jugadores (ver recuadro) y estaba orientado por un técnico que comenzó a prestarle atención a lo que otros no miraban. Zubeldía fue un pionero en varios rubros: junto a Adolfo Mogilevsky y Pablo Amándola había introducido unos años antes las concentraciones largas, las pretemporadas y los entrenamientos en doble turno. Además estudiaba a los rivales y les daba mucho espacio a las jugadas con pelota detenida. Les cambiaba el número tradicional a los jugadores para confundir a los rivales y también a los periodistas. Y hasta innovaba con las posiciones: a la Bruja Verón, clásico wing izquierdo, criticado por la platea estudiantil en sus comienzos por excesos de gambetas, en algunas ocasiones lo hacía jugar un tiempo por la punta izquierda y otro por la derecha, siempre lejos de la platea criticona.
“Osvaldo fue un autodidacta del cual aprendimos mucho de fútbol y también de la vida. El nos dijo: ustedes tienen que demostrar que no existen débiles ni poderosos en el fútbol, que todo se puede lograr con trabajo y dedicación. Esa final contra Racing la encaramos sabiendo que íbamos a cambiar la historia con un triunfo”, se emociona Raúl Madero.
“Las charlas técnicas duraban horas, y no se hacían sólo antes del partido sino también después o durante la concentración –asegura Juan Echecopar, hoy concejal en su Pergamino natal–. Osvaldo tiraba una idea y hablábamos todos. Había discusiones, lógicamente, pero de ahí salíamos todos convencidos. Ese equipo dejó como enseñanza la dedicación, el respeto por la profesión y por el compañero. Nos sentíamos invencibles.” En relación a la huella que marcó aquel conjunto, Echecopar no duda: “Por ahí peco de soberbio pero considero que hubo un cambio en el fútbol argentino gracias a Estudiantes. Otros conjuntos chicos vieron en Estudiantes la posibilidad de que con trabajo se podía ser campeón. Lamentablemente, lo que debió haber quedado como ejemplo para la juventud, que un chico pudiera vencer a un grande, fue deformado y quedó lo del antifútbol y los alfileres. Se agarraron de un defecto que podría haber tenido el equipo y no de las virtudes”.
Alberto Poletti, hoy empresario vinculado con el fútbol, también destaca a Zubeldía por sus ideas de avanzada: “Ese hombre que nos dirigió se empezó a preocupar por lo que pasaba en Europa. Se adelantó al resto. Acá se decía ‘hacemos la nuestra’ y resulta que los europeos siempre nos boleteaban. Ese equipo sabía jugar cuando no tenía la pelota. Nuestros delanteros corrían a los rivales hasta nuestra área. Esa dinámica la impuso Osvaldo, era algo novedoso aquí”.
Cuando a Carlos Bilardo se le pregunta cuál era la clave de ese equipo, repite una y otra vez, con su particular estilo: “Osvaldo, Osvaldo, sí, sí, Osvaldo. Cuando íbamos de gira a Europa y nos daba libre, yo le pedía permiso para irme con él, que se juntaba con los técnicos más importantes de allá. A mí me encantaba la táctica pero no sabía demasiado y Osvaldo me enseñó mucho. El Bocha Maschio, por ejemplo, a mí me paseaba por toda la cancha y Osvaldo me enseñó a marcarlo”.
Más allá de la indudable influencia del técnico en aquel equipo, existieron factores externos que confluyeron en la consagración Pincha. Por empezar: la reestructuración de los torneos. Hasta 1967 los campeonatos eran largos y sólo los clubes con planteles numerosos llegaban a las instancias finales con cierto resto. Los más humildes podían realizar buenas campañas pero terminaban mancándose en el final por lesiones, expulsiones y falta de recambio. Con la implementación de dos torneos por año (Metropolitano y Nacional) se podía aspirar al trono con un plantel no muy numeroso. Acrecentaron sus posibilidades los equipos chicos. De hecho, para ser campeón en el 67, Estudiantes disputó sólo 24 partidos.
Otro factor decisivo fue el cambio en los arbitrajes. Resultaba muy frecuente escuchar comentarios que dudaban de la honorabilidad de los jueces. De hecho, era tan escandalosa la situación que en 1949 la AFA debió recurrir a árbitros ingleses. Con el advenimiento de la televisión, el nivel de parcialidad también bajó. “En la cancha de Boca –cuenta Bilardo– yo me acercaba al juez, le decía ‘señor referee’ y me mataba. Los de Boca le decían ‘¿qué cobrás, Carlitos?’ y no pasaba nada. Era una cosa de locos.”
Entonces la ecuación empezó a funcionar: campeonatos cortos + arbitrajes justos + técnico de avanzada + buenos jugadores + dedicación full-time, dio como resultado Estudiantes campeón.
Ahora, ¿cuánto influyó la conquista de Estudiantes en el ánimo de otros equipos chicos? Porque ahí nomás se consagraron en forma sucesiva Vélez, Chacarita y más tarde se sumaron Rosario Central, Huracán, Newell’s, Quilmes, Ferro y Argentinos Juniors.
“Es como que todos nos fuimos animando un poco más. Nos dio la pauta de que si se hacían las cosas bien, se podía llegar arriba, algo totalmente impensado en mi época de jugador, puedo dar fe de ello”, analiza el Piojo Yudica, una especie de talismán de los equipos chicos, ya que se coronó campeón dirigendo a Quilmes, Argentinos y Newell’s. “Lo de Estudiantes fue muy bueno para todos, yo no sé si influyó en nosotros, tal vez sí y no me di cuenta”, se suma Omar Wehbe, goleador del Vélez campeón del Nacional 68. “Estudiantes fue el puntapié inicial –confirma Franco Frassoldati, defensor de Chacarita campeón del Metro 69–. Nosotros pensábamos: si sale campeón Estudiantes, ¿por qué no nosotros? Además, ese título del Pincha sirvió para institucionalizar el tema de la formación de un equipo, de la preparación física, del sistema. El hecho de darles importancia no sólo a los jugadores como individuos sino al equipo. La dinámica de grupo es decisiva. Nosotros, dos años antes de salir campeones, estábamos mal con el descenso, igual que Estudiantes. Está claro que en la mala se unen los grupos”.
Y completa el análisis Carlos Aimar, campeón como jugador con Central en 1971 y 1973 y como ayudante de Griguol en el Ferro 82-84: “Estudiantes marcó una etapa en la que se terminó con el lirismo, en la que quedó claro que trabajando y estudiando al rival se podía mejorar muchísimo, que había un gran trecho para mejorar. Esa es la principal enseñanza que dejó aquel Estudiantes”.
De algo de eso les hablaba Don Osvaldo a las siete de la mañana en Constitución.
El periodista, que cubrió de cerca la campaña de Estudiantes como jefe de Deportes de Crónica, asegura que uno de los secretos tácticos del equipo tenía que ver con la complementación casi perfecta de sus integrantes.
Uno de los principales secretos del Estudiantes de Zubeldía es que su formación presentaba un equilibrio casi perfecto: cada uno le daba al compañero lo que al compañero le faltaba y recibía, al mismo tiempo, lo que le faltaba a él. Por ejemplo, en la defensa tenía dos marcadores de punta con características complementarias: Eduardo Manera, un jugador muy técnico que había sido volante ofensivo en sus comienzos y se proyectaba seguido, y Oscar Malbernat, un típico marcador que encimaba al delantero y no se iba nunca al ataque. En el centro de la defensa, Ramón Aguirre Suárez, un tipo fuerte, recio, que rompía el juego con sus salidas, y Raúl Madero, dueño de una técnica depuradísima, que le cuidaba las espaldas. Uno te mataba y el otro te la sacaba de taquito. Madero, también, más de una vez jugó de volante central.
En el medio, nadie se quedaba quieto. Carlos Bilardo era el más inteligente, el más frío, el que sabía leer el partido, era la representación de Zubeldía dentro de la cancha. Era el hombre en el que más confiaba el técnico. Carlos Pachamé, el cinco, ofrecía una entrega de mil por mil, luchaba desde el primero hasta el último minuto, se complementaba con la inteligencia de Bilardo y la técnica del Bocha Flores o de Juancito Echecopar, que jugaban de diez, aunque también corrían al rival hasta su propia área. Arriba, había dos tipos que se cruzaban permanentemente: Felipe Ribaudo y Marcos Conigliaro. Ribaudo arrancaba por la punta derecha, pero como había sido nueve, solía tomar por sorpresa a los marcadores. Alguna vez, el legendario Rinus Michels, el técnico holandés creador de la Naranja Mecánica, confesó que tomó en cuenta aquel movimiento de pinzas de los delanteros de Estudiantes para imprimirles ciertas características al Ajax y a la Selección de su país. De esta manera consiguieron cuajar un funcionamiento perfecto.
Quedan para el final dos valores destacadísimos de Estudiantes. La Bruja Verón, que por intuitivo y genial hacía lo que quería: era inteligente para jugar y sabía buscar lo que más le convenía. Gambeteador y gran improvisador. Todos en ese equipo tenían un cierto ordenamiento táctico que cumplir, menos Verón, que era libre Y el Flaco Poletti: un arquerazo terrible, muy joven y con unas condiciones bárbaras. Tenía los reflejos de un atajador y al mismo tiempo venía de la escuela de Errea y de Gatti, de sus tiempos en Atlanta, por lo que también sabía jugar con los pies.
Por Diego Borinsky (2002).
Fotos: archivo El Gráfico.