Llueve y Anibal se quiere morir. No mira por la ventana porque no tiene y no se moja porque no está al aire libre. Pero escucha. Escucha el concierto de gotas que caen como semicorcheas, aunque sin ritmo ni forma, y tacha en la lista de su cabeza la palabra fútbol. Aníbal es petiso, canoso, tiene unos sesenta años y es fanático de San Lorenzo (“Sanfilippo me volvía loco. Un mostro”). Está sentado sobre una silla húmeda y fría, en un rincón del Módulo 2 del Pabellón de Conducta del Penal de Ezeiza, donde está encerrado desde hace “tres años, dos meses y siete días, por un temita de fraudes y estafas” y, como se ve, lleva el tiempo en la cárcel bien contado. Ahora no puede creer su mala suerte: con lluvia no puede salir; con lluvia no puede correr; con lluvia no puede saltar; con lluvia no puede jugar al fútbol. Entonces surge la pregunta obligada: ¿Qué lugar ocupa la pelota dentro de la cárcel? “Te juro que es todo. Y cuando te digo todo, es todo. No existe una persona más fanática que un condenado. Si no mirás los partidos, si no escuchás la radio, si no salís a jugar, si no seguís a tu equipo... ¿qué hacés? Si estamos acá adentro... El encierro te vuelve loco y, además, te atrofia las articulaciones”, cuenta mientras imagina la cancha embarrada. Y agrega: “El fútbol nos ayuda a desahogarnos. Por eso hoy, con esta lluvia, me quiero morir”.
Al mismo tiempo, y a varios kilómetros de distancia, en La Plata todavía se ve el sol. Y es precisamente en la Unidad Número 9, una de las cárceles de la capital bonaerense, donde dos equipos acaban de repartirse pecheras y juegan un partido de fútbol, a dos tiempos de más o menos una hora. Entre los que están en la cancha, hay dos jugadores que se destacan sobre el resto, no sólo porque son las figuras de sus respectivos equipos, sino por las historias que cargan sobre sus espaldas. El del equipo rojo, el arquero que saca hasta lo que le tiran sus propios defensores, es el famoso “Loco de la Ruta”, como lo apodaron –1,70 metro y muy poco pelo–, que cumple una condena por asesinar prostitutas en los alrededores de Mar del Plata. Algunos presos que miran el partido de atrás del arco cuentan que el ex policía sufrió una difícil adaptación en la cárcel por ser “ex cobani” y “mataconchas”, dos de los tantos términos que se manejan tras las rejas.
Del otro lado, con remera azul y el 14 en la espalda, hay un defensor que corre más que el resto. Tiene un tatuaje en el muslo derecho, casi tapado por un short de Boca del 92, y de arriba es casi impasable. Ese defensor es Gustavo González, uno de los integrantes de la Banda de Los Hornos, quien recibió cadena perpetua por ser partícipe primario en el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas. A los dos los miran desde un costado el resto de los internos, esos que no tuvieron la suerte de salir a jugar y se conforman con, al menos, ver un partido de fútbol en vivo y en directo, asomando la cabeza entre los angostos espacios que dejan los barrotes. Y en la hinchada, un espectador que tampoco pasa inadvertido: Ricardo Barreda, el odontólogo que asesinó a su mujer, a sus dos hijas y a su suegra porque lo maltrataban y se burlaban de él. Aunque por su edad –está cerca de los 70– no juega al fútbol, casi todos le gritan: “¡Grande, ídolo!…”.
Dos arcos y una pelota, tan simple como suena. Sólo con eso, y a pesar de las rejas, los guardias vigilando en lo alto y el alambre de púas, un preso puede sentirse libre, aunque sea por unos minutos.
“Yo jugaba en Comunicaciones y hasta estuve a prueba en Racing –relata Fernando, un habilidoso enganche, zurdo e hincha fanático de la Academia–. Iba, me entrenaba y volvía a mi casa. Pero a mis viejos les empezó a faltar guita para comer y tuve que hacer algo. Entonces, salí a afanar. Caí en cana a los 17, tuve mala suerte, ¿viste? Y estoy adentro hace cinco años. Acá está bueno jugar, aunque sea me mantengo en forma para poder ir y probarme otra vez en un club el día que salga. Hoy sólo tengo la cabeza puesta en eso, en el fútbol, porque mis viejos ya fallecieron y no tengo hermanos. Nadie me viene a visitar.”
Casos como el de Fernando hay montones. No es nada nuevo decir que el aumento de la inseguridad y la delincuencia en la Argentina en los últimos años fue enorme. Y tampoco lo es pensar que las cárceles comenzaron a perder espacios vacíos, se superpoblaron. En casi todos los institutos que visitó El Gráfico, la sensación de quienes forman parte del Servicio Penitenciario fue la misma: “No damos abasto”. Un ejemplo es la Unidad 9 de La Plata –pensada para que haya 800 detenidos– donde hoy los presos llegan a 1600. El penal está dividido en 14 pabellones, todos futboleros: el de evangelistas, que tienen sus propios métodos de convivencia; el de ex policías, que obviamente no se junta con el resto; el de refugiados, donde derivan a los que no logran adaptarse a los demás pabellones; el de autodisciplina, donde viven los de mejor conducta y los que estudian; y, por último, la “población”, los más pesados de toda la Unidad. Entre las actividades que realizan se encuentran la gimnasia, el ajedrez, el tenis, el vóley, la escultura… Pero el entretenimiento principal en los penales de todo el país es, sin dudas, el fútbol.
El Chueco –tan alto y gordo que mete miedo, detenido en Olmos por doble homicidio– explica que, aunque nunca había jugado a la pelota, la pasión de los demás lo contagió: “Como soy un patadura me mandaron al arco y ahora me va bien, ¿eh? Atajar es lindo, aunque la altura y las piernas no me ayudan para nada. Para nosotros, salir de la pieza es como quedar un rato en libertad. Apenas nos abren la reja salimos todos corriendo como locos, je. Parece un boludeo, pero ¿sabés lo que es estar encerrado las 24 horas del día? Por eso, para nosotros, los momentos que salimos a jugar son sagrados, no sabés. Tan sagrados como las visitas de tu mina…”.
En un rincón, Martín está tildado. Tiene tatuajes por todos lados, uno en una pierna y varios en un brazo, que camuflan una herida de 7 centímetros en el hombro. Mira el piso, pero no ve nada. De su cuello –también tatuado– cuelga un rosario blanco. Parece una estatua que decora el patio del pabellón, mientras los que no juegan al fútbol charlan de ventana a ventana, abrazados a los fríos barrotes. Martín sigue tildado. Es llamativo el contraste. Mientras muchos corren detrás de una pelota, él, al costado de la cancha, juega un partido mucho más difícil: sin el gusto por el fútbol no encuentra la manera de que el tiempo pase más rápido. Sólo espera. Y se mantiene colgado en su mundo.
Los psicólogos que trabajan en la cárcel coinciden en destacar la influencia del fútbol en el estado de ánimo de los presos y lo ven como algo imprescindible para descargar la bronca y las tensiones de sentirse acorralados. “Algunos están deprimidos y ni se quieren mover –explica uno de los psicólogos del penal de Ezeiza–. Por eso es importante que salgan a jugar un poco, que dejen el encierro un rato. Con el fútbol tienen un nuevo objetivo cada día, como meter un gol o practicar una jugada; pueden hacer ejercicio y, además, el día se les hace mucho más corto. Para los guardias también es mejor, porque los presos se cansan corriendo y se van a dormir directo, sin armar problemas.”
Además, el fútbol es utilizado como alentador de la buena conducta –“Si te portás mal no salís a jugar por dos meses”–, es un privilegio que le dan al detenido si no causa inconvenientes. “Por lo general, no hay peleas –explica Ismael, panza de vino e hincha de Dock Sud, detenido en Ezeiza por robo a mano armada–. Bajamos a divertirnos, a pasar el mejor momento. Y lo cuidamos, porque es un beneficio que nos dan las autoridades. Depende de nosotros, nada más.” El Rengo, que camina como un pingüino, tiene 29 años y está detenido por tentativa de homicidio, agrega: “El fútbol es fundamental. Tenemos la ventaja de tener césped, eso es como un cable a tierra. Espiritual, física y psicológicamente es bueno para nosotros, porque con el fútbol salimos al aire libre. Es juego por un lado y libertad por el otro… Es, lejos, el mejor momento de la semana”.
Para Javier, el Gordo, encerrado en Olmos desde hace más de tres años, la sensación no es distinta, a pesar de estar en otra cárcel: “El fútbol es la única terapia que tenemos. Esta es una cárcel de máxima seguridad, no podemos hacer nada más. Estamos encerrados y el fútbol es el único momento que tenemos para dejar de pensar. Si no nos sacamos de la cabeza que estamos perdiendo años de nuestras vidas, nos morimos de angustia. Con la pelota nos divertimos un rato y ni te das cuenta de que te están vigilando con un rifle en la mano. Te sentís libre…”.
El tiempo que tienen los presos para correr atrás de la pelota varía según el penal, pero, generalmente, es de dos turnos de dos horas por semana, a la mañana y a la tarde. “Hacemos campeonatos por tandas, porque es imposible sacarlos a todos –cuenta Marcelo Fassi, uno de los profesores de educación física de la 9 de La Plata–. Nunca los mezclamos. Por ejemplo, bajamos por un lado a los evangelistas, que son como 500, y después a la población, que son, lejos, los más bravos. No los ponemos en la misma cancha porque se arma… Una vez los juntamos y fue un caos.”
Los campeonatos, en su mayoría, son organizados por los profes, a pedido de los internos. Cada pabellón realiza una preselección (no hay lugar para todos) para definir quiénes son los mejores, aunque casi siempre terminan jugando los de más poder, los capos del pabellón. Más allá de las apuestas internas entre los presos –generalmente se juega por un sobrecito de jugo Tang o por quién va a cebar mate durante toda la semana–, los campeonatos tienen un trofeo para el ganador y un premio especial: salir del menú de fideos, arroz y guiso para llenar el estómago con varios choripanes y una buena tira de asado.
“Para nosotros los campeonatos son lo más –explica Fernando, casi un mannequin de casa de deportes: remera de Argentino de Merlo, shorts del Barça y medias de Newell’s, procesado por homicidio simple–. Es como que nos olvidamos de todo. Nos sentimos bárbaro, es la emoción del deporte; de estar encerrados y de repente poder salir. Los equipos casi nunca son los mismos, por los cambios de alojamiento que hay. Pasa que para que no haya quilombo nos cambian de Unidad; entonces a veces tenés un compañero que la mueve y te lo mandan para otro pabellón y encima juega para el otro equipo. Es como ser compañero de Tevez y que te lo vendan a Europa. Después te lo encontrás en la final, te caga a goles y te querés matar…”
El comportamiento en los torneos es bueno, según los celadores. Y es que a los presos la buena conducta les sirve para bajar sus condenas. Hay varios que utilizan un simple partido para mostrarse ante los guardias. Una especie de “miren qué bien me porto”.
“Hay discusiones normales, del momento, como en cualquier partido, pero no podemos portarnos mal, porque sino nos mandan al buzón (calabozos de 2x2, oscuros, sin baño ni cama). Mentiría diciendo que somos 22 monjitas jugando, pero tampoco es que nos matamos”, aclara El Gordo, que luce un tatuaje de Boca en el brazo derecho y no ve la hora de volver a pararse en un paraavalanchas de la Bombonera.
En el pabellón número 3 de Ezeiza hay dos televisores, colgados de un viejo soporte, que sólo sintonizan los canales de aire. Están bastante altos, a eso se deben las caras largas. Sentados, casi hipnotizados, unos 30 presos miran un partido de Primera. Algunos están en cueros, otros llevan los colores de su equipo a cuestas. Son pocos los que no prestan atención. Unos planchan su ropa, otros leen o juegan al truco. En cambio, en La Plata, muchos miran el mismo partido, pero desde su propia celda, en su propio televisor, con su propio control remoto y hasta pueden sintonizar TyC Sports para ver el partido del Real Madrid (y ni hablar a la noche, cuando se puede enganchar hasta el canal porno). Según ellos, ese beneficio depende de su conducta, si estudian o trabajan. Y, claro, de su relación con los guardias.
Al revés de lo que muchos piensan, los presos tienen más acceso a la información que tantos otros fanáticos que caminan libremente por la calle. En la cárcel nunca faltan la tele con cable, las radios, los diarios ni las revistas. “Nosotros acá tenemos cable –cuenta Luis, quien exhibe orgulloso, desde Olmos, su diploma de director técnico de divisiones infantiles–. Y si se olvidan de poner el fútbol, todos gritan ‘¡che, poné el partido, loco’. Es, como el noticiero, sagrado, algo que nos saca por un rato. El noticiero lo vemos para estar informados. Es bueno saber lo que pasa. Mañana nos vamos, salimos, y ¿qué hacemos? No podemos hacer de cuenta que durante estos años no existimos.”
Todos los domingos a la noche se reúnen en el pabellón. En ese momento nadie se mueve ni se cruza delante de la tele. Cuando juegan Boca o River son más los que se juntan. Eso sí: los bosteros por un lado y las gallinas por el otro… y nada de jodas cuando se termina el partido.
“Nos quedamos viendo fútbol casi toda la noche –comenta uno de los presos, que no quiere dar a conocer su nombre, ni su apodo, ni nada–. Vemos desde los partidos del ascenso hasta los de Alemania o Inglaterra. Cuando vemos Fútbol de Primera se arman tribunas y empiezan los cantitos… Por lo general se sientan los de River por un lado y los de Boca por otro. Y los que somos de Huracán, como yo, nos quedamos sufriendo solos. Es buenísimo, no sabés cómo se ponen los locos. Como acá es todo cerrado, retumba y parece la Bombonera.”
El horario para entrar en cada celda varía según la cárcel, casi siempre el límite vence alrededor de las 22. Pero el fútbol es más fuerte: los domingos el horario se estira. Y mucho. “Los guardias nos dejan ver bastante fútbol –aclara Daniel, detenido en Ezeiza–. Durante el Mundial, el año pasado, no sabíamos cómo íbamos a hacer, porque los partidos se jugaban a las 3 y a las 5 de la mañana. Entonces armamos una reunión y arreglamos con las autoridades del penal que, si nos portábamos bien, nos iban a dejar ver la tele cuando jugaba Argentina. Y así fue. Lástima lo que tuvimos que ver… ¡una mierda, jugaron como el culo!”
El fútbol es tan tenido en cuenta dentro de la cárcel que hasta varios presos son ubicados según el equipo del que son hinchas. “A veces teníamos capos de barras bravas que coincidían en el mismo pabellón –explica un guardia que pidió quedar en el anonimato–. Sabíamos que había pica, entonces enseguida los cambiábamos. Nos pasó hace poco con dos de los capos de Estudiantes y Gimnasia.”
Cuentan que no hay nada peor para un barrabrava que estar solo en la cárcel. “Le hacen la vida imposible. ‘¿Así que vos sos guapo de a muchos? –Le dicen– Vení, a ver cómo te la aguantás solito’ y le hacen de todo. Sí, sí, le hacen de todo…”
“No juntarás presos de distintos pabellones dentro de un campo de juego”, dice uno de los primeros y fundamentales mandamientos carcelarios. No salen a jugar así nomás, hay varios pasos previos al partido: primero, para sacar a los detenidos de las celdas, se pasa lista, para que no se escape ninguno después de jugar. Segundo, se los revisa, por precaución, ya que varias veces los de peor conducta bajaron con una “faca” –una especie de cuchillo – y el partido nunca se jugó. Y, tercero, se los vigila antes, durante y después del juego. De esa manera los celadores hacen guardia y, de paso, miran un poco de fútbol.
“Hace nueve años que estoy acá y nunca vi a un quebrado –se sincera uno de los profesores de educación física de La Plata, que confiesa que apenas empezó a trabajar con los presos tuvo miedo de ser tomado como rehén–. En la cancha hay fricciones, pero cuando se arma quilombo es porque había problemas de antes. Si se quieren matar adentro de la cancha, se matan. El problema es que ahora son muy pendejos y están todos sacados. Hablás con un pibe de 20 y te das cuenta de que está en otra; sale de acá y se va de caño otra vez o sale a chorear para la frula, otra no le queda”. Desde un costado, un preso escucha y se mete: “Pará, che, nada que ver. ¿Vos te pensás que siempre juegan así de lindo? Ahora están tranquilos porque están ustedes, están jugando a las muñecas. Pero acá a mí me rompieron la rodilla. Hay algunos que salen y se dan con todo. Son pibes buenos, lo hacen de onda, pero no se dan cuenta y te quiebran de una”, dice Raúl, que espera salir en marzo para curarse de la lesión y volver a jugar.
Canchas hay para todos los gustos: la del Penal de Ezeiza está tan cuidada como la de Ferro –los mismos internos se encargan de cortar el pasto y conseguir la cal para las líneas–, no hay ni un pozo, tiene banderines en los córners y, los arcos, obviamente, tienen red. La de Olmos tiene un ingrediente extra: no sólo se puede jugar al fútbol, sino que también puede armarse un partido de waterpolo. Con sólo dos días de lluvia quedó inutilizable por más de tres meses...
¿Y la pelota? En muchas cárceles del país los presos tienen la posibilidad de empezar o completar sus estudios, ya sean primarios, secundarios y, en algunos casos, hasta universitarios. Por ejemplo, en la Unidad 9 de La Plata son muchos los estudiantes que están por recibirse de abogados. Otros, los que no agarran los libros ni de casualidad, trabajan en distintas áreas, como sanidad, limpieza y cocina. A cambio reciben un sueldo, que generalmente ronda los 50 pesos por mes. Y ese dinero tiene varios destinos: yerba, tarjetas de teléfono, cigarrillos… Y, claro, un peso para la pelota.
“Como acá está lleno de pataduras –se queja Gabriel, 43 años, contrabando de drogas–, el fulbo se pincha cada dos o tres partidos… Entonces hacemos una vaquita de un peso por cabeza y compramos uno. Le damos la plata al celador o a nuestros familiares y nos compran la bola. Acá no nos tiran ni una. De vez en cuando uno encuentra una pelota pinchada por la calle y la trae. Acá se arregla, se le pone la cámara y se juega. Pasa que un fulbo bueno te dura, como mucho, 20 días… Los del Servicio Penitenciario podrían ponerse las pilas y regalarnos uno, ¿no?” Generalmente la pelota es de cuero y la cuida alguien del pabellón. “Una vez vinieron a jugar Cambaceres y San Carlos –sigue Gabriel– y nos regalaron un montón de fulbos. Estuvo bárbaro, jugaron re-bien esos pibes.”
Durante los torneos se intentan evitar los roces y los problemas. Por eso los tiempos son de 25 minutos y juegan sólo 18 en la cancha de 22, para que haya más espacio y no se choquen de más. Una vez al año se organiza un campeonato grande, en todas las cárceles. Son más de 50 equipos por Unidad, de 9 jugadores, a eliminación directa. El que pierde sólo se conforma con oler el costillar que devora el equipo ganador. “Nos portamos bien, a lo sumo nos damos un par de cachetazos adentro. Si queremos bajar a hacer otra cosa, ése es un mambo aparte. El fútbol no es la excusa, porque si alguien baja a pelearse, no va a jugar al fútbol, directamente se pelea adentro. Apostamos por 300 empanadas, por cartones de cigarros, por un fulbo que trae algún familiar... Cuando algunos tienen visita es buenísimo: los escuchás que le dicen a la mujer ‘traeme un cartón de cigarros que perdimos’, je. Acá se dirige sin tarjeta, pero se cobra bien. Te expulsan y quedás cinco minutos afuera... A mí la otra vez me echaron. Fuimos a trabar una pelota y yo levanté un poquito alto la pierna...”
En Olmos se organizan campeonatos por pisos. Y durante el torneo los equipos se van conociendo y pasando información. “Cuidado que los del segundo juegan bien”, se alertan. Entonces diagraman el partido en el mismo pabellón. “Vamos a jugar así, vos movete por acá, y cuidado con aquel que es gordito, pero juega piola.”
El cabecilla es el técnico y el árbitro generalmente es alguien a quien se respeta o se le tiene miedo. “Una vez se nos ocurrió una idea bárbara –cuenta unos de los profesores–. Como a nosotros no nos daban bola, pusimos de árbitro a uno de los Doce Apóstoles (N. de R.: el grupo que organizó el famoso motín en la cárcel de Sierra Chica, en 1996, donde prepararon empanadas con el cuerpo de un rehén y jugaron al fútbol con su cabeza). Entonces el tipo cobraba y todos se quedaban callados. Y claro, con lo que habían hecho esos tipos, ¿quién le iba a reclamar una tarjeta?”.
Gracias al programa “Deporte en las cárceles”, que lleva adelante la Secretaría de Deporte de la Nación, más de 200 internos realizaron cursos de árbitro y de técnico. Hoy, muestran su diploma con orgullo.
Hector baldassi y Jorge Rattalino fueron dos de los tantos invitados de lujo que se dieron una vuelta por el Penal de Ezeiza. Convocados por Sergio Ghibaudi, el juez que dictó los cursos en el Módulo 1, los hombres de negro dejaron consejos, contaron anécdotas y, claro, charlaron de fútbol. “Lamentablemente el interno no se ajusta con facilidad a los reglamentos –explica Ghibaudi–. Lo bueno es que a través del fútbol comienzan a interpretar reglas y a ubicarse dentro de un contexto.” El curso duró seis meses y los presos consiguieron su título de árbitro de Futsal yendo a clases todos los lunes a la mañana y aprendiendo las 18 reglas fundamentales del Futsal, con ejemplos concretos sobre el pizarrón.
“Estuvo bárbaro –recuerda José Luis, condenado por doble homicidio–, me acuerdo de que nos aclararon un montón de dudas que teníamos. Ahora, cuando no me toca jugar, pido ser árbitro y varios me respetan. Paro la jugada y les digo ‘es así, loco, me lo dijo Baldassi’ y se cagan de la risa. Está bueno, quizá cuando salga trate de meterme a dirigir en algún lado.”
En Olmos también se dictó un seminario, pero no de árbitros, sino de dirección técnica. Los presos también se anotaron sin pensarlo apenas se enteraron de la idea, aunque sólo los de buena conducta obtuvieron ese beneficio. “Cuando me dieron el diploma me emocioné –cuenta Manolo, 35 años, hincha de River–. Vinieron todos nuestros familiares a la entrega. Para mí es un orgullo saber que mi hijo lo tiene colgado en su cuarto. Es un buen ejemplo.” El éxito de la convocatoria se debió, en parte, a la necesidad y el pedido de los internos para hacer una actividad diferente a la de todos los días. “Necesitábamos algo para sentir que no perdíamos el tiempo –continúa Manolo–. Si bien podemos trabajar, el fútbol nos encanta. Y ni hablar si tenemos la posibilidad de estudiar algo relacionado con eso, que es nuestra pasión.”
El título obtenido les permite ser técnicos de un equipo de fútbol infantil. Y muchos sueñan con salir lo antes posible para sacar chapa en el club de su barrio. “¿Quién te dice que el día de mañana El Gráfico me haga una nota no por estar acá adentro, sino por lo bien que le va a mi equipo...”, bromean.
El fulbo, como lo llaman todos, puede ser de cuero, de trapo o de lo que sea. En algunos pabellones hasta se juega con la vieja y querida Pulpo. Si es bien redonda, mejor; si no, no importa. Todo sea por patear un rato.
Las súper fashion Nike último modelo ganan por goleada. “Es una cuestión de status y una forma de demostrar poder”, explican. Aunque no bajan de 200 pesos, no se las sacan ni para pegarle de puntín.
Son último Modelo. “¿Vos querés jugar un torneo con once camisetas del Manchester? Pedime algo más difícil... Te las consigo mañana. Llamo a un amigo y me trae hasta el buzo del arquero”, dicen.
De los matutinos más conocidos a las minirrevistas hechas a pulmón del fútbol del ascenso. Las fotos recortadas son un clásico para decorar la celda. Claro que las Playboy también ayudan…
La mayoría sólo sintoniza canales de aire, aunque algunos privilegiados se dan el lujo de ver el resumen del calcio por Fox Sports. “Estamos presos, pero no desinformados”, aclaran.
La division Requisa del penal les autoriza, mediante audiencia previa, el ingreso de una radio. Una de las cosas que más piden los internos son pilas. “Ey, loco, copate, ¿me das las pilas de tu grabador?”. El Gráfico tampoco zafó del pedido…
Por Carlos Randazzo
El ex jugador de Boca estuvo 11 meses en Caseros y recuerda cómo vivió el fútbol tras las rejas.
Estuve preso en Caseros acusado de un homicidio y durante ese tiempo el fútbol fue fundamental. Si salir diez metros del pabellón ya te ayuda, ni hablar lo que significa poder jugar un partido. Te descargás, te distendés y así te cansás, algo que es fundamental para dormir mejor. Por más que seas jugador, ahí lo que hay que sacar a relucir es el potrero que tenés encima. En Caseros la cancha estaba en un gimnasio, arriba de todo. Se pedía permiso y se jugaba dos o tres veces por semana, estaba bueno. A mí me invitaban mucho porque me conocían. En esos partidos nunca había árbitro y era todo un tema... Era como en un recreo del colegio, con la diferencia de que si vos en el colegio te portás mal, te ponen en penitencia, pero en la cárcel si se arma bronca, cobran todos. Se te pone la requisa enfrente, forman dos filas en la puerta y hay que salir de a uno. De ésa sí que no se podía zafar, cobraba de lo lindo...
Ser conocido me ayudó en algunas cosas. Por ejemplo, a los tres o cuatro meses pedí el piso VIP y me lo dieron. Pero la verdad es que saqué provecho sólo con eso, porque ahí adentro sos uno más. La mayoría de la gente que está en la cárcel se crió en la calle y ahí los que mandan son los ladrones. Ni los futbolistas ni los estafadores... Con el fútbol es igual: se juega como en el potrero, con el reglamento de la calle, hay muy buenos jugadores. Uno del que nunca me voy a olvidar, por cómo atajaba, era el Gato Ariel, un amigo, le mando saludos, uno de los mejores arqueros que vi y que tranquilamente podría haber llegado a Primera. También se veía mucho fútbol. Había un par de televisores, pero sólo se podían ver los canales de aire, aunque algunos se las arreglaban y con tapas de cacerola agarraban algunos canales de cable. Todo valía por mirar un poco de fútbol, que servía para que el tiempo pasara más rápido. Sin duda, lo mejor que te puede pasar adentro de la cárcel es el embrollo –las relaciones sexuales– y jugar al fútbol. Eso era lo único que me hacía bien a mí y estaba todo el día esperando ese momento.
Por Tomas Ohanian y Maxi Goldschmidt (2003).
Fotos: Alejandro Chaskielberg.