Es el útero de la Selección en el Mundial México 1986. Son imágenes de intimidad en años sin twitter, facebook ni instagram. Falta un día para los cuartos de final contra Inglaterra, y la cámara de video personal, fetiche electrónico de la época, muestra la concentración argentina dentro del club América. El aparato lo compró Néstor Clausen en el centro comercial Perisur, durante una de las salidas autorizadas por el cuerpo técnico, pero el camarógrafo es Julio Olarticoechea. La filmación entremuros nació como hobby, se recicló en cábala y detalla el desconcierto de Jorge Burruchaga, que le habla a la cámara sin saber que sus palabras tendrían vigencia 27 años después: “Esto es increíble. Falta un día para jugar contra Inglaterra y estas mujeres nos están arreglando la camiseta”.
Entonces el plano se abre y de fondo se ven bordadoras mexicanas cosiendo escudos de Argentina sobre camisetas azules marca Le Coq Sportif. Los escudos de la AFA son improvisados: los acaba de trazar un diseñador del América. Las camisetas también son urgentes: un empleado de la AFA, Rubén Moschella, las compró hace 24 horas en una tienda deportiva del Distrito Federal para cumplir un pedido “made in” Carlos Bilardo.
Se trata de remeras fortuitas, conseguidas y acondicionadas de apuro, que en pocas horas se transformarán en un tesoro: la que tiene el número 10 y quedará en manos de un volante inglés, Steve Hodge, fue cotizada en Gran Bretaña, ya en el siglo XXI, en 350 mil dólares. Es, por supuesto, la que utilizó Diego Maradona en el partido que le cambió la vida, pero que dos días antes del 22 de junio de 1986 era una simple prenda olvidada en un local perdido en la inmensidad del DF.
Si Maradona es el tótem de esta historia, el protagonista subterráneo es Moschella que en México 86 era el gerente administrativo de la Selección. Algunas anécdotas de cómo nació la indumentaria que Diego y sus sherpas vistieron para un partido que, a medida que se aleja en el tiempo, es cada vez más recordado como un triunfo del Ejército de los Andes o un apéndice poético de Las Malvinas, empezaron a filtrarse boca a boca en los últimos años, cuando el fútbol argentino, a falta de triunfos en el presente, se zambulle en la jactancia de su pasado.
Se dice entonces que después de los octavos de final contra Uruguay, cuando Argentina usó por primera vez una camiseta azul, la utilería comandada por Tito Benrós se quedó sin juegos de reposición. O que se hizo un pedido a Buenos Aires, pero no llegó a tiempo. O que Bilardo salió a comprarlas. O que la autorización final la dio Maradona. La reconstrucción de la camiseta más insólita, simbólica y festejada de la Selección Argentina desmitifica algunas de esas pistas, pero certifica otras.
Aunque en 1986 no se usaba la expresión mobbing para casos de obstinación laboral, Bilardo podría haber encajado en esa figura, al menos en las horas siguientes a cuando se enteró de que Argentina tendría que jugar contra Inglaterra, otra vez, con indumentaria alternativa. El técnico resolvió, entonces, que bajo ninguna circunstancia se volverían a utilizar las remeras azules que se habían usado seis días atrás ante Uruguay.
Para el técnico era la reaparición de un fantasma: la vestimenta figuraba entre las decenas de previsiones que había ensayado antes del Mundial para contrarrestar los 2240 metros y los partidos programados al mediodía. Combatir la altura y el calor era una prioridad en la hoja de ruta del entrenador, que incluso les pidió a los jugadores que llegaran a México con dos kilos de sobrepeso porque, decía, la altitud se los quitaría durante el torneo (ya en el Mundial, Bilardo pasaba por las habitaciones de los futbolistas con bandejas de sándwiches sin preocuparse por variables de grasas, harinas, azúcares y sales: Jorge Valdano recordó alguna vez la falta de “sofisticación nutricional” de aquel equipo, que no desayunaba con bebidas isotónicas ni jugos naturales, sino que “de los once que jugamos contra Inglaterra, diez desayunamos con Coca Cola”).
A diferencia de las otras 23 selecciones que jugarían, correrían y sudarían con un equipamiento de textura normal, Bilardo se reunió en Buenos Aires, antes del Mundial, con representantes de Le Coq Sportif y les hizo un doble pedido: que diseñaran una remera no sólo más liviana que las habituales, sino que la tela ayudara a evitar que los futbolistas sintieran el peso de su propia transpiración. Debían ser ligeras, cómodas, casi una extensión de la piel. Era un reclamo atípico y de difícil resolución para Le Coq, que vestía a la Selección desde una gira por Alemania Federal y Yugoslavia en septiembre de 1979 a partir de la influencia del representante de la empresa en Argentina, Carlos Lacoste, contraalmirante de la Armada en la dictadura, hombre decisivo en la organización del Mundial 78, y también presente en México 86 como vicepresidente de la FIFA.
Finalmente, y después de algunos cabildeos, la firma francesa con sede central en Entzheim, aunque entonces subsidiaria de Adidas, se congració con Bilardo y aplicó una tecnología denominada Air-Tech. El resultado fue un producto sutil, con múltiples y pequeños agujeros sobre el género, que Argentina vistió contra Corea del Sur, Italia, Bulgaria, Bélgica y Alemania, y que Bilardo incorporaría a su industria de la cábala: para el Mundial siguiente, ya con Adidas y aunque Italia 90 se jugara en el llano, el técnico mandó a fabricar el mismo modelo.
Sin embargo, por falta de tiempo o presupuesto, Le Coq sólo utilizó esa técnica para la indumentaria titular y no para la sustituta, la azul, que era de algodón (entre los 306 kilos de utilería que Argentina llevó a México había un tercer modelo, una remera blanca que nunca se estrenó ni tenía previsiones antialtura: en realidad, los únicos países que alternaron tres camisetas en un Mundial fueron Inglaterra en México 70 y Francia en Argentina 78, cuando Platini y compañía recurrieron a Kimberley).
Contra Uruguay, entonces, Argentina jugó con una vestimenta azul que no sólo pesaba varios gramos más que la celeste y blanca, sino que, al acumular la transpiración, se hacía más pesada con el transcurso de los minutos. Es cierto que, esa tarde en particular, las condiciones fueron mejores que el resto del Mundial porque el partido comenzó a las 4 de la tarde (y terminó con una tormenta que redujo la temperatura) y la altura de Puebla es ligeramente inferior a la del DF, pero para enfrentar a Inglaterra, al mediodía y de vuelta en el DF (y por primera vez en el Azteca), Bilardo exigió el regreso de una remera calada, “con agujeritos”.
Ya contrareloj, el técnico le hizo su pedido a Moschella, que enseguida se reunió con Patricio D’Onofrio, el enviado de Le Coq a México. El primer intento fue que se fabricara un nuevo juego alternativo, lógicamente más liviano que el que ya tenían en la utilería, pero la respuesta fue negativa. “Imposible”, dijeron en Le Coq. Era jueves, faltaban 72 horas, y el gerente administrativo de la AFA salió a buscar casas de deportes con una extraña misión: encontrar remeras azules con el logo del gallito.
Hodge suele ser invitado a la televisión de su país para mostrar la herencia maradoniana y una de las preguntas que periódicamente responde es qué fue de su remera de aquel partido, la que le canjeó al argentino: “No tengo idea si Maradona la sigue teniendo”. Tal vez sea decepcionante para Hodge enterarse de que, en verdad, Diego sólo conservó la 18 de Inglaterra unos pocos minutos, los que pasaron hasta que, ya en el vestuario argentino, vio a Oscar Garré con la 10 de Gary Lineker.
“Vinieron los ingleses con sus camisetas, tocaron la puerta y nos dijeron ‘change’. Yo se la cambié a Lineker, que era el 9 del equipo pero usaba la 10. Diego se enteró enseguida y me dijo: ‘Perro, vos sabés que yo colecciono los números 10’, ¿no me la das?’. ¿Y cómo le iba a decir que no? Así que le di la de Lineker y me quedé con la que él me dio”, se ríe Garré, ya en los meses previos a Brasil 2014.
En su libro, Hodge recuerda que al entrar al vestuario inglés descubrió entre los jugadores de su equipo “una sensación de engaño abrumadora” por el primer gol, una mano que él no había visto. Su reacción fue la de quien acaba de encontrar 350 mil dólares en el desierto del Sahara y no piensa devolverlos aunque sus compañeros se mueran de sed: “Me callé y guardé la camiseta en mi bolso”, escribió Hodge mientras Bilardo, cuatro años más tarde y en la antesala de Italia 90, mandó a buscar al mismo local de México un juego similar de camisetas azules confiado en su energía positiva (que fueron compradas, pero lógicamente no las autorizó Adidas), y 27 años después Moschella, el hombre que en silencio había descubierto aquel modelo, sigue sin convencer a los campeones del mundo de 1986 para que le donen una de esas extrañas remeras para la colección que la AFA tiene en Ezeiza. La peor camiseta es la mejor.
Por Andrés Burgo (2013).