Obediente modelo, vestido con la camiseta de la selección paraguaya, Alejandro Dolina posa con una pelota. Hace frío en la canchita, en donde nadie se detiene para mirarlo, pues para todos es, sencillamente, el Negro. Uno de los habituales jugadores de fútbol 5 que, como buen hijo de vecino, pasa por el lugar una vez por semana a estirar los músculos, si no a sentirse crack, aunque sea por una hora.
No es su caso. “Yo juego bien, ésa es la verdad. Juego bien, pero mis hijos juegan mejor.” Y mientras sus hijos también posan, sus compañeros esperan tal vez renegando por lo bajo. Apenas se termina el turno ya estarán los siguientes. No hay tiempo que perder, aunque sean fotos para El Gráfico.
Así que cuando termine y entre a trotar en la canchita –aquí empieza y termina nuestro comentario técnico sobre el tema–, quien es una especie de su alter ego, Guillermo Stronatti, contará que se conocen desde hace muchos años. Y que tirarse paredes ya es una costumbre. Además, puntualiza, “no te olvides de que él inventó el jingle de El Gráfico, ¿te acordás?”.
Es casi imposible no acordarse de aquel “El Gráaaficcooooooo”, que terminaba con una “o” larguísima, que sonaba como un gol cantado en medio de una imaginaria cancha llena de hinchas y papelitos bajo un baño de sol.
Así que, mientras el Negro trotaba, pensamos que por lo menos habíamos encontrado una primera pregunta. Sobre todo porque cuando nos consultó con un “¿de qué vamos a hablar?” le tuvimos que contestar que, en realidad, no lo sabíamos muy bien. “Yo sí tengo un tema”, había sido su respuesta inmediata.
Por eso cuando llegamos a la discreta puerta de hierro de su discreta casa, a unas cuadras de Cabildo al 3200, sentimos que, entre el tema que él tenía y nuestra pregunta inicial, algo iba a salir de bueno.
Íbamos a hablar de futbol, en realidad. Así que…
–Me ha gustado el recuerdo de mi vinculación con El Gráfico. Yo conocí a muchos periodistas admirables: Ardizzone, Juvenal, Cherquis, Vega Onesime, Orcasitas… Lo más perverso de todo el trabajo era aquello de que los domingos a la noche tenías que tener las frases publicitarias listas para la mañana del lunes.
–¿Te gustaba el fútbol de antes más que el de ahora?
–No estoy seguro de eso. Algo de razón tiene Víctor Hugo en que hay una tendencia a examinar casi todos los sucesos históricos conforme a la cuota de entusiasmo que uno les ponía. Puede ser. También se afirma que los hombres van decayendo. No es verdad. Y tampoco es verdad, o no es tan sencillamente verdad, el inciso inverso: que los hombres van progresando. No creo que necesariamente el fútbol de hoy tenga que ser mejor que hace 20 años ni creo lo contrario. Es posible –y esto es lo que dice Víctor Hugo– que yo me entusiasmara más antes por el fútbol. ¿Por qué razón? No lo sé. Tal vez porque uno se va tornando más escéptico. Por ahí uno cree a los veinte años que el resultado de un partido le cambia la vida y luego descubre que no es así. Se van repitiendo las situaciones. Ni ganar es la gloria completa ni perder es el infierno. Sucede lo que Coleridge denominaba una incredulidad necesaria. El decía que para disfrutar del arte hay que suspender la incredulidad. Si vas al cine y empezás a decir que es una ilusión óptica, bueno… Con el fútbol, hay que tener una cierta fe poética para ilusionarse y uno tiende a perderla, simplemente por una mayor sabiduría. La sabiduría tiene algunos costados indeseables. Y es que, a veces, es difícil tener fe. Pero bueno, hechas estas salvedades cuasi filosóficas, me parece que hace… no sé, diez, quince años, había mejores jugadores. Me acuerdo del River de Francescoli, de Morresi… o de aquel Argentinos Juniors… No sé si hoy hay tal cantidad de jugadores. Tal vez porque los venden rápido; eso es casi seguro. Yo me permito hacer ahora una ponencia: creo que la televisión transmite el fútbol de un modo que es, desde el punto de vista didáctico, totalmente nocivo.
–A ver…
–Primero: las imágenes insisten cada vez más en los primeros planos. Un jugador toma la pelota y hay un primerísimo plano de él sin que se sepa muy bien dónde está, en qué lugar de la cancha. Y –lo que es peor– dónde están los compañeros, porque eso le da sentido a la jugada: puede estar haciendo una maniobra genial o una chambonada. El fútbol como actividad individual no existe. Una chilena tiene sentido según lo que haya sucedido antes, después y dónde está hecha, y no por sí sola… Y por otra parte, a la tele le gustan las jugadas físicas, presentan casi todos tipos que se caen al suelo, que se tiran, que vuelan… el buen jugador no necesita hacer esas cosas… Cuando le preguntaron al billarista belga Ceulemans por qué no tiraba “massé” más seguido, él dijo que jugaba con tanta precisión que no necesitaba hacerlo. Un jugador perfecto no necesita tirarse al suelo. Y a eso sumale un discurso que privilegia la dinámica y cierta cosa que ahora se denomina curiosamente con la palabra “actitud”. Me parece que más bien propenden a un fútbol ciego, muy presionado, un poco cerrado, muy poco inteligente, muy friccionado… No digo que no haya que presionar, que no haya que correr, pero si no pensás, no sirve para nada. Es más, pienso en el gusto de algunos periodistas que cuando eligen el mejor jugador, por lo general se deciden por volantes de marca, carrileros que han sufrido en el partido. Si convocáramos a la Selección Nacional a todos los que han sido elegidos como mejores del partido, tendríamos un equipo bastante batallador, ¿no? Aunque no creo que vaya a tener mucho juego.
–Cuando el jugador se ve en la tele, tal vez sienta que ése es el camino…
–Y pasa lo mismo con el chico que aprende a jugar. Lo noto porque juego con chicos más jóvenes, de otras generaciones. He dado lástima durante largos años. Y yo veo que la televisión hace escuela, hay jugadas que son las de la televisión: la más común es tirarse al piso, aunque no venga al caso. Otra es correr… Esta famosa idea de no dar por perdida ninguna pelota, no es una virtud, me parece, salvo que se la acote adecuadamente. Porque que un tipo corra cien metros sabiendo que no va alcanzar la pelota es una forma de fatigarse inútilmente y una actitud demagógica para con la tribuna. Correr las pelotas posibles, sí; las difíciles, si vos querés. Pero hay quienes corren las imposibles. Creo que saben que salen en la televisión.
–Se privilegia lo físico… en el boxeo pasa algo similar.
–Claro, y aparte está el tema de la mala intención. Nos divertimos mucho con mis chicos y las subrayamos con la siguiente frase: “El maravilloso mundo del fútbol…” Cosas tales como botonear al rival ante el referí, pedir tarjetas… El fingimiento constante, que ha cambiado el fútbol: primero, la actitud de los referís, que están más atentos al que finge que al que pega. Han incorporado ya un elemento que antes no estaba tan presente. Si bien había quienes eran muy hábiles en eso de provocar faltas, hoy es perpetuo, constante. El jugador parece más preparado para tirarse que para continuar la jugada. Un tipo que sale de una gambeta y lo tocan, se deja caer inmediatamente. Y no estoy tan seguro de que sea lo más adecuado desde el punto de vista estratégico; y por ahí, encima, no te lo cobran. Hay una falta de hidalguía notable. Es muy raro –porque el medio no lo favorece– encontrar tipos sanos, porque el técnico se lo dice: “Tirate”. No creo que esto sea bueno para el fútbol. ¿Te acordás cómo festejaba Bochini? No me imagino en jugadores clásicos por su personalidad eso de sacarse de entre los calzoncillos una máscara y ponérsela, imagínenlo a Eliseo Mouriño haciendo algo así…
Admite que fue un chico solitario hasta los ocho años. Se crió entre tías. Recuerda algunos programas de radio, como Los Grandes del Buen Humor, a Niní Marshall y a Carlos Ginés, un animador que también tocaba el piano en el estudio, como él hace hoy en Continental. “Pero después de los ocho fui callejero y atorrante, bastante atorrante”, afirma.
–Pensar que ahora hay escuelas de fútbol…
–Yo he visto cómo funcionan, pero no es tan sencillo. ¿Sabés qué pasa? El fútbol es cruel, yo creo que es muy cruel. Y despojado de la crueldad produce otra cosa, quizá más deseable desde el punto de vista humano: produce a unos futbolistas un poco menos preparados. Me voy a explicar. Cuando yo era chico, no saber jugar al fútbol era equivalente a la muerte civil. Un tipo era respetado por cómo jugaba al fútbol; y te lo digo yo que aprendí a jugar bien al fútbol, pero ya de grande, por la razón que te acabo de decir. Y padecí un poco de eso y después casi me vengué, porque algunos llegaron a creer que yo jugaba bien. En la escuela de fútbol se mezclan los que juegan mal y los que juegan bien. Y te enseñan a respetar al que no es tan hábil. Y desde el punto de vista humano es fantástico, pero desde el punto de vista futbolístico resiente la producción. La ley del potrero es selvática. Los troncos no juegan. Eso es muy cruel. Pero así se forman los equipos. Nuestro lema para la Selección, ésta de Bielsa, debería ser: echen a los troncos.
–Los que jugaban mal…
–Y… la pasaban mal, muy mal. En cierta forma era cruel, una porquería. Y después, en el fútbol profesional es naturalmente así: si no jugás bien, te sacan. La escuela de fútbol, me parece que de una manera racional, asimila a los que tienen condiciones y a los que no las tienen. A veces, pobrecitos, son mandados por los padres, porque tienen problemas en el trabajo y no tienen dónde dejarlos. Y aunque sufren menos que en el potrero –porque aunque sean malos no se les dice nada y los profesores no los segregan–, ellos saben que son troncos.
–¿Por qué lo relacionaste con la Selección?
–Porque recordé una frase casi como un chiste: ninguno de los que juega en la Selección juega mal. Pero quise decirlo como un criterio general: que se privilegie al mejor. Yo tengo el mayor respeto personal por Bielsa. Me parece que es un caballero. Y me parece que ha sido traicionado por muchos periodistas que lo apoyaron durante las eliminatorias y que después fingieron encontrarse con una sorpresa en el Mundial, como si el equipo no hubiera jugado tal como jugó siempre. Yo creo que el equipo siempre jugó así y los que estaban equivocados eran los que creían ver verdaderos fenómenos en un equipo al que le costaba vencer a selecciones de segundo orden de Sudamérica. Yo, sinceramente, nunca me pude entusiasmar con aquellos éxitos de las eliminatorias: me parecía que estaban dentro de lo inevitable… Y el equipo jugó como era previsible que jugara, seamos sinceros, no tenía mucho juego. No hay derecho a pedirle otra cosa. Entonces enojarse de golpe como si hubiera hecho ante Suecia o Nigeria algo que nunca hubiera hecho antes... ¡Hizo lo mismo, sólo que los rivales eran distintos! Salvo que por ahí no hubo un cacho de suerte, que es cierto que faltó, y salió mal. Pero era posible que saliera eso. No digo que probable, pero posible; no era una cosa tan descabellada. Yo creo que esto de haber convertido al equipo de Bielsa en candidato a la Copa del Mundo fue un desatino. Por ahí tiene algo que ver con el paladar de algunos periodistas deportivos que dan como figura de la cancha al número 5 del que pierde.
–¿La contracara de Bielsa es Bianchi?
–Sí, a lo mejor Bianchi es más elástico. Habría que ver cómo funcionaría en una Selección. Pero me parece que él oye, que tiene oído. Es muy difícil que un jugador sea cerradamente negado por Bianchi, es muy difícil. Desde luego, como todos los técnicos tendrá –y tiene derecho– sus metejones, que de afuera no se entienden, puede ser…
–¿Volvemos a la Selección?
–Yo la veía como un equipo que carecía de toda sorpresa. La sorpresa no quiere decir caminar con las manos. En el fútbol se trata de encontrar algún resquicio en el andamiaje rival, es decir producir un efímero desequilibrio. Nunca duran mucho los desequilibrios y menos ahora. Esto se consigue con alguna jugada sorpresiva. La sorpresa es a veces un toque, abrir las piernas y dejarla pasar, lo no esperado; generalmente es hija de la sutileza… del amague… Fingir que uno va a hacer una cosa y hacer otra, y a veces de la sola habilidad, por ejemplo, de una gambeta. Cuando un equipo no tiene eso, porque los jugadores no están dotados de esa destreza, es muy difícil penetrar. Y el equipo argentino era muy tozudo. Vos veías carrileros que llegaban hasta el fondo y miraban el área rival donde ya estaban los titulares, los suplentes y hasta los hinchas. Entonces tiraban un centro, un centrito, un centrazo, y en eso alguno la metía. En general, no es así; Brasil no jugaba así. Hay jugadores que tienen poca imaginación… y en general para jugar en la defensa no hay que tener tanta imaginación, pero cuando atacás sí. Yo ahora juego de defensor, pero en realidad era un 10 o un 9...
–Y adelante hay que tener...
–Se requiere un poco de gracia. Probablemente sí. Yo no sabía de qué jugaba Tevez: parecía que jugaba de enganche, me parecía que no tenía gol. No sé si es mérito de Bianchi, pero... Uno mismo sabe que a veces un jugador cambia de rendimiento personal porque cambian los compañeros, está rodeado de otros tipos. El fracaso de algunos jugadores en España o en Europa tiene que ver con eso. Vos jugás en River, sos Alonso o D’Alessandro, y te la dan a cada rato, flaco. Y River ataca y busca el partido en cualquier cancha. Vas a jugar al Villarreal y cuando ligás la pelota, hay que ver quién te la da, cómo te la da, si viene a 40 metros de altura, cómo la cazás. ¿Cómo les decís a todos los que están en la cancha: “Miren, yo juego bien, pero necesito un tipo que me la devuelva redonda”? Algunos pueden jugar así, pero no son Alonso ni D’Alessandro.
–Es como si te cambiaran a Stronatti.
–A mí me han cambiado a Stronatti alguna vez. No voy a decir la radio, pero he trabajado con muchachos de gran mérito, que cuando me la tiraban, yo tenía que ir a buscarla. Y eso sucede muchas veces...
–Ultima pregunta. ¿No sentís a veces que lo que recibís, o sea el cariño de la gente, la admiración, es una especie de milagro?
–No sé, no es tan sencillo, pero está bien: lo que vos me decís es un ejercicio difícil. Primero intento ser cauteloso en toda clase de apreciación que pueda tener de mí mismo. Trato de recibir la modesta notoriedad que tengo con despacho en disidencia. Quiero decir que trato de no creérmela y, por el contrario, te lo juro, trato de merecérmela. Me pusieron un nueve… a lo mejor no lo merezco, pero bueno: vamos a merecerlo.
En octubre de 1996 se estrenó El Día que Maradona Conoció a Gardel. Dolina admite que fue uno de los momentos más importantes de su vida y cuenta lo que significó para él llegar a compartir una filmación con El Diego.
Yo he filmado una película con Maradona de la que no quiero acordarme. La película era muy mala… La idea era estupenda, pero no se pudo terminar, ésa es la historia: se la ató como se pudo y quedó como quedó. Diego dejó de ir y hubo que terminarla a como diera lugar, porque filmar una película sobre Maradona sin Maradona es imposible. De Gardel, por lo menos, ya sabíamos que no iba a estar…
Tuvimos algunos encuentros muy graciosos con Diego. Filmamos en Punta del Este y me llevaba en su camioneta a las dos o tres de la mañana, no había nadie y siempre hacíamos el mismo chiste: “Fracaso total en esta temporada”, decíamos, como si estuviéramos hablando por radio. Y tengo una historia muy linda: 3 grados bajo cero, dos de la mañana. Estaban filmando en un bar. Diego y yo abríamos la puerta y entrábamos. Y, como había que repetir, naturalmente nos mandaban afuera y esperábamos una seña que siempre tardaba muchísimo… Bueno, ya nos habían hecho salir como cuatro o cinco veces, uno nos llamaba y entrábamos. Estábamos ahí muertos de frío y en eso Diego me mira y dice: “¿Y si nos vamos?”. Y nos agarró un ataque de risa imaginando la situación: el tipo haciendo la seña y no entraba nadie…
Pero yo señalaría algunas cosas que me llamaron la atención especialmente. Lo primero es cómo se expresa. El no tiene los vicios de su generación: utiliza las palabras correctamente… Yo disfruté mucho hablando con él, me dio la impresión de ser un tipo muy inteligente. El lenguaje es el pensamiento y Diego se expresa muy bien. La otra cosa es que canta muy afinadamente: me canturreó algunos temas y yo, que soy músico, capté que el tipo afinaba. Incluso yo estaba preparando un disco: “¿No querés que te grabe alguna cosa?”, me propuso. Le dije que sí, pero no me pareció atinado recordarle aquella promesa y andar postulándome nada más que para anotar un garbanzo comercial a cuenta de la generosidad de Diego. Así que no, no lo llamé.
Es, ciertamente, uno de los grandes personajes del mundo y una persona que cuenta con mi admiración. Recuerdo que fuimos a comer con los chicos al Hindú Club y creo que fue un momento inolvidable, quizá más para mis hijos que para mí. Sí, fue impresionante. Muy fuerte.
Por Carlos Irusta (2003).
Fotos: Maxi Caivano y Archivo El Gráfico.