Boxeo, trágico y final
Drogas, violencia y muerte, un denominador común en muchos boxeadores que encontraron el final de sus vidas muy temprano, pero que aún quedan en el recuerdo popular.
Temblando, César Romero, quien años después se haría famoso como boxeador con el apodo de “La Bestia”, una vez le dijo a su madre: “Vieja, a la cárcel no vuelvo nunca más”. Y cumplió con su promesa, pues tras haber efectuado un robo a mano armada fue acribillado a balazos.
Sonriendo, como era su costumbre, Oscar Bonavena alguna vez le confesó a un periodista: “Yo me voy a morir a la edad de Cristo”. Y aunque su viuda, Dora, dice que esa frase nunca existió, la profecía se hizo realidad. Ringo murió, a los 33, de un balazo que le atravesó el corazón.
Canchereando, como vivía la vida, José María Gatica, a quien le gustaba que lo llamaran “El Tigre”, solía decirle a la gente: “Lo único que quiero es respeto”. No lo logró. Pobre y solitario, cayó bajo las ruedas de un colectivo que ni siquiera detuvo su marcha y murió en una cama anónima del Hospital Argerich, gritando “¡Madre... Madre...!”
Mike tyson tiene una frase de cabecera que suele repetir cuando puede: “Denme un héroe y les mostraré una tragedia”. Tal vez porque los boxeadores han sido, a través de los tiempos, una especie de héroes o antihéroes modernos –según de qué lado del pensamiento se encuentre uno– es que, muchos de ellos, no han logrado apartarse de un destino trágico. ¿Mueren trágicamente por ser boxeadores o, por el contrario, se hacen boxeadores buscando la tragedia sin saberlo? No somos psicólogos, apenas periodistas. Y más que buscar la explicación a la historia, tal vez baste con contar la historia. O, mejor dicho, las historias de quienes llegaron a tenerlo todo –dinero, fama, fortuna, mujeres, viajes, popularidad, títulos– y terminaron solos. Tan solos que, algunos de ellos, quedaron en el frío de alguna morgue, sin nadie que los reconociera, justamente ellos, que aparecían en las primeras planas de los diarios...
No siempre la tragedia tiene que ver con la sordidez de las crónicas policiales.
Tomemos el caso de Justo Suárez y de Julio Mocoroa. Suárez, “El Torito de Mataderos”, fue el primer gran ídolo del boxeo argentino: boxeador nato, sin escuela, puro coraje y determinación, siempre iba al frente. La gente lo adoraba. “Tiene una sonrisa que vale un millón de pesos”, decía su manager Pepe Lectoure. Mocoroa, en cambio, era un científico, de estilo atildado e inteligente. Lo llamaban “El Bulldog Platense” y era el orgullo de su ciudad.
Pelearon en el viejo estadio de River el 27 de marzo de 1930 ante 40 mil personas. Los diarios pararon las rotativas esperando el resultado de la pelea, que fue por el vacante campeonato argentino de peso liviano. Suárez se impuso en fallo discutido por muchos.
De inmediato se pactó la revancha. Nunca se hizo. Mocoroa, mientras venía en auto desde La Plata hasta Buenos Aires, el viernes 3 de abril de 1931, tuvo un choque a la altura del kilómetro 3. Lo internaron y falleció seis días más tarde con plena conciencia: tuvo tiempo de despedirse de su mujer y de su hija. Tenía 25 años.
A Justo también lo acechaba la muerte. Enfermo de tuberculosis, terminó en un hospital de Córdoba. “Pucha que son largas las noches de invierno”, dice Suárez en un monólogo creado por el gran Julio Cortázar en “Torito”, uno de sus grandes cuentos. Se dice que, cansado de todo, salió al parque del hospital, a la disparada, de noche. Lo encontraron al otro día, el 10 de agosto de 1938. Estaba muerto. Tenía 29 años.
Alguna vez, buscándole explicación al fenómeno, Látigo Coggi arrimó su propias vivencias. “A mí me gusta vivir al límite, chorrear adrenalina. ¿Viste que para el que maneja no hay nada peor que viajar de acompañante? Eso es lo que me pasa, necesito tener un nudo en el estómago para sentirme vivo”.
El propio Coggi –amante de las carreras de autos– sufrió un tremendo choque a fines de marzo de 1997. Iba a más de 100 a bordo de un Peugeot 306 por el camino que conduce a la Ruta 29 y, tras chocar de frente contra un árbol, casi se mata. Eran las diez de la mañana. “Llegué a ver la luz”, contaría luego.
Y a su vez, El Roña Castro estuvo 19 días en estado de coma en el Argerich (el mismo hospital donde murió Gatica) y se salvó de milagro. Fue a las 5.40 del 17 de junio de 2005, cuando embistió un árbol en la Costanera Sur, a bordo de un Renault Laguna. “Llegué a ver una palomita blanca que entraba en mi pieza”, dijo El Roña riéndose, seguro de su condición de indestructible...
Omar Narváez sufre de la mano izquierda por correr picadas en motos. El campeón mundial mosca de la OMB nunca se repuso de semejante accidente pero, aún hoy, asegura que igual le gusta seguir corriendo picadas.
Por una moto y un camión a destiempo, Jorge “El Karateca” Medina estuvo a punto de perder la mano derecha en 1985. Sólo la pericia de los médicos logró salvársela, pero siguió manejando por el andarivel del peligro. Involucrado en venta de drogas y robos a mano armada, estuvo en la cárcel durante casi cinco años. Cuando salió, en 1998 y a los 40, peleó en la Federación Argentina y le ganó a José Saldivia. Hoy enseña boxeo a chicos de la calle y a aspirantes. “Viví la gloria, viví el drama y, gracias a Dios, retomé el buen camino”, dice hoy, aliviado.
Una moto fue el trágico vehículo hacia el fin de una carrera deportiva. El 22 de agosto de 2003, Diego “Rocky” Giménez –un boxeador de Villa María, crack en potencia–, sufrió una gravísima lesión en el brazo izquierdo. Iba en una Honda 600 cuando chocó con otra moto. Estuvo en terapia intermedia del Hospital Pasteur. Ese brazo nunca volvió a responder. Y su carrera quedó trunca cuando tenía 23 años...
Contemos la historia de Alfredo Horacio Cabral. Para junio de 1979, era uno de los boxeadores más promisorios de nuestro medio: pinta, precisión, potencia, velocidad y un carisma innegable. Tras una victoria vibrante sobre Miguel Angel Castellini –lo tiró tres veces ante 13 mil espectadores en un Luna Park excitado como nunca–, Tito Lectoure decidió darle la primera alternativa internacional. Lo llevó a Mónaco, para una preliminar: 30 de junio de 1979. En la de fondo, Hugo Corro perdió su corona ante Vito Antuofermo. En el semifondo, apareció Marvin Hagler midiéndose con el santafesino Norberto Cabrera. “Pero la figura de la noche fue Cabral”, contaba Lectoure. “Tenía hambre de gloria, se le notaba de lejos la condición de peleador de raza. Se manejó en los vestuarios con toda la naturalidad del mundo, y hasta les deseaba suerte a los boxeadores que salían, un fenómeno”. Cabral enfrentó a Tap Tap Makhatini, con los poderosos empresarios Bob Arum y Rodolfo Sabatini en el ring side. Como un vendaval con guantes, salió a liquidar la pelea enseguida. Y, en una gran actuación, ganó por nocaut en el primer round. Bob Arum nos diría, años después: “Jamás lo olvidaré, ese chico salió a mostrarse y lo logró, tenía todo para ser una figura”.
No pudo ser. Cuando volvió a la Argentina, el jueves 6 de julio, llamó a Lectoure desde Bahía Blanca: “Mañana viernes pelea mi hermanito Raúl, me voy a verlo y después volvemos todos a América (su ciudad natal). Si no se ofende, la plata de mi pelea la va a cobrar mi manager. ¿Así que gané 7000 dólares? Nos vemos, Tito...”
Aquella noche, tras el combate, al regresar a casa, el Peugeot 504 en el que viajaban impactó de frente con otro, a la salida de una curva, en el kilómetro 29 de la ruta provincial 33. Viajaban los hermanos Cabral, Carlos Villegas, Enrique y Oscar Gianera.
Regresaron dos cadáveres: el de Cabral y Oscar Gianera. Lo que iba a ser un día de fiesta terminó en un velatorio al que asistió todo el pueblo. Cabral tenía 23 años.
El caso más emblemático en nuestro medio fue el de Víctor Emilio Galíndez. En 1974, cuando estaba por pelear por el campeonato mundial vacante de los medio pesados, tuvo un tremendo choque a bordo de su Torino. Quedó todo lastimado y faltaban quince días para la pelea, que sería en el Luna Park. Lectoure fue a verlo. Estaba tendido en una cama, con una cadera lastimada y un tajo en el cuero cabelludo. “Mirá, Víctor, así creo que no podés pelear, si querés, pedimos una postergación para que te mejores”. Galíndez fue tajante. “No, Tito, a ver si le dan la chance a otro, yo peleo igual”. El 7 de diciembre, en una noche de “Drama y gloria”, como la tituló El Gráfico, Víctor venció por nocaut técnico y su rival, Len Hutchins, terminó en el hospital.
Galíndez jamás dejó de adorar la velocidad. Tanto que se anotó como acompañante de Lizeviche para correr en Turismo de Carretera. Para ese entonces, tras un desprendimiento de retina era, casi, un ex boxeador. La mañana del 26 de octubre de 1980, en el circuito de 25 de Mayo, mientras corrían, el Chevrolet sufrió una avería. Tras abandonar el vehículo, ambos salieron caminando. Cometieron un error imperdonable: fueron por el lado externo de la pista. La gente les hacía señas con la mano para que se retiraran, pero Galíndez, desconocedor de tales códigos, les devolvía el gesto, pensando que lo estaban saludando...
El auto número 71, conducido por Marcial Feijoo, salido de control, entró en un tremendo trompo y tomó de lleno a ambos, que murieron en el acto. Galíndez tenía 32 años.
La droga forma parte de la gran amenaza de la vida diaria. En el caso del boxeo, pocas historias fueron tan patéticas como las de Uby Sacco. Su padre, Ubaldo, fue un estupendo estilista en los años 50 y estuvo a punto de ser campeón argentino de los medianos. Juntos, padre-técnico e hijo-boxeador, llegaron al campeonato mundial welter junior cuando Uby venció a Gene Hatcher el 21 de julio del 85 en Campioni D’Italia.
Por entonces, en los pasillos de los gimnasios se comentaba que el peor enemigo de Sacco era él mismo. Lo admitió en una nota de El Gráfico: “Yo me drogaba a los 14 años. Una noche, en un boliche, un policía me provocó y le di una tremenda paliza, lo rompí todo. Cuando salí, me esperaban sus compañeros y me pegaron hasta casi matarme, fue la única vez que lloré”.
Pintón, guapo, buen boxeador, de clásico estilo, Uby llenó el Luna en sus batallas contra Popeye Luero, recio pegador platense, o contra Lorenzo García, un huidizo e inteligente estilista de San Pedro. “Estoy curado”, decía Uby, pero costaba creerle. Tras ganar la corona mundial, la perdió en la primera defensa ante Patricio Oliva el año siguiente y nunca más subió a un ring. Lo detuvieron más de una vez y empezó a dejar de salir en la sección Deportes para ser protagonista de Policiales. Estuvo detenido varias veces, incluyendo una sospechosa detención. Cuando lo pararon, a las dos de la mañana, había cámaras de televisión y hasta le encontraron un arma en el auto. “Me plantaron todo; seré drogón, pero no ando con fierros”, dijo.
Cuando salió ya no era el mismo. “No puedo andar por la calle, porque soy un pajarito llamador, los que eran mis amigos me ven y pasan por la vereda de enfrente”, decía. Su última aparición pública fue para la pelea entre Roberto Durán y el Roña Castro el 15 de febrero de 1997. Era un espectro de sí mismo. Murió meses más tarde, el 29 de mayo, en el hospital de Mar del Plata, a los 41 años.
Por cierto, no todos terminan mal. Hay muchos boxeadores que también gozaron de fama, dinero y títulos y no por ello acabaron trágicamente. Una lista hecha casi de memoria dejará los nombres de Luis Angel Firpo, Horacio Accavallo, Miguel Angel Castellini, Santos Laciar, Sergio Palma, Carlos Salazar, Mario De Marco, Jorge “Violín” Salgado, Heleno Ferreira, Horacio Saldaño, Juan Domingo Suárez, Abel Bailone y tantos otros que, aun pudiendo caminar hoy por la calle casi como desconocidos, tienen sus trabajos, su vida propia y sus grandes recuerdos...
Hace muy poco, Nelson Javier Galdames fue ejecutado de tres balazos en Trelew, Chubut, tras ser interpelado por un desconocido. Murió cinco horas después. Estaba sexto en el ranking argentino supermosca.
César Abel Romero ocupó grandes títulos en las crónicas policiales. Para 1984 era conocido como “La Bestia” y había realizado varias peleas como fondista en el Luna Park. Guapo, potente y atrevido, lucía en el ring su cuerpo lleno de tatuajes: 32 imágenes decorando su piel, incluyendo el pene. Se los había hecho hacer en sus largas estadías en las cárceles de Mercedes, Olmos y Villa Devoto. Entró por primera vez a los once años. En la cárcel aprendió a boxear. Cuando salió, a los 23, le dijo a su madre: “A la cárcel no vuelvo más”. El boxeo le dio una posibilidad de una nueva vida, pero jamás pudo desprenderse de su pasado. El 14 de julio del 84 se presentó en Mónaco, perdió con Fulgencio Obelmejías y vio postergada una chance por el campeonato mundial. Apenas unos días después, el lunes 23 de julio, viejos compañeros vinieron a buscarlo. En un Dodge 1500 y un Gacel robado en Ramos Mejía, la banda de ocho hombres robó dos millones y medio de pesos argentinos en la Empresa Automotores del Plata, en Villa Madero. Luego enfilaron hacia Isidro Casanova, para asaltar Transportes Almafuerte, pero los esperaba la policía, alertada ya por la desaparición del auto, primero, y del robo de Villa Madero, después. Dicen que lo último que gritó fue: “¡Agarren los fierros que de acá no salimos vivos!”. No se equivocó: tras un tiroteo que duró 45 minutos, cuatro ladrones lograron huir y los otros cuatro quedaron muertos. “La Bestia” cayó abatido por 8 balazos. Tenía 29 años y, como le había prometido a su madre, jamás volvió a estar entre rejas.
Oscar Natalio Bonavena, Ringo, era dirigido por Joe Conforte, un siciliano con conexiones mafiosas que era dueño, en sociedad con su esposa, Sally, de un burdel en Reno, Nevada: el Mustang Ranch. Ringo se hizo amigo, muy amigo, de Sally, quien a los 60 años lo amaba más como a un hombre que como a un hijo. “Metete con Sally, pero nunca con mi negocio”, le advirtió Conforte alguna vez. Es fue alrededor de 1976. Ringo había ido a Reno para pelear con Billy Joiner, a quien venció, y terminó quedándose en la ciudad. Rompió su contrato con su manager, Oren Cassina, y se unió a los Conforte. Convertido en una especie de atracción local, Ringo iba a los festivales de boxeo y paseaba por los casinos. En un diario local llegó a decir que “me siento como en casa”. Sin embargo, alguna vez le escribió a su esposa Dora que “pelear en medio de una cena, con tipos tomando champán, me hace sentir en el circo romano, acá te usan como si fueras un caballo de carreras”.
Lo cierto es que las cosas no eran sencillas para Ringo, que vivía en un trailer Lockwood. Un día, el 16 de mayo, encontró su vivienda destrozada, incluso a su pasaporte. Hizo la denuncia ante Bob De Carlo, sheriff de Storey County, la zona donde vivía.
“Salió a Los Angeles y consiguió el pasaporte de nuevo –explica, aún hoy, Dora, su viuda–, pero en lugar de volver a la Argentina regresó a Reno. Ese sábado 22 de mayo yo estaba en la peluquería, preparándome, porque él tenía que volver el domingo 23, cuando me dieron la noticia”.
La noticia fue que a eso de las 6 de la madrugada del sábado 22, Oscar se apareció en la puerta del Mustang Ranch –un edificio con dos torretas con guardias armados y una enorme verja de hierro–, para ver a Conforte. John Coletti, uno de los guardaespaldas de Conforte, le pidió que se retirara. La discusión duró unos cinco minutos. Cuando el boxeador empezó a caminar hacia su auto, se oyó una voz que gritó: “¡Quieto!”. De inmediato se oyó un estruendo. Una bala de un rifle 30.06 había destrozado el corazón de Ringo. Coletti miró a un costado y vio a Williard Rose Brymer, otro guardaespaldas de Conforte, con un rifle a la altura de su cintura, apuntando a Ringo. Una brigada de SWAT llegó poco después. Joe salió de su casa y enfrentándolos dijo: “Sí, ¿y qué? Es sólo un cuerpo muerto tirado en la calle”.
Ringo era apenas un cuerpo muerto tirado en una calle de Reno. Un charco de sangre bajo el solazo del desierto marcó el fin de sus días, a los 33 años.
Brymer fue encarcelado y Conforte puso 250 mil dólares de fianza para dejarlo salir. Terminó sentenciado a dos años de prisión en la cárcel del estado de Nevada. Salió en libertad en 1979. Cuando le preguntaron sobre Ringo, dijo: “No tengo nada malo que decir contra él”.
Los tres jurados proclamaron la derrota de Carlos Monzón quien, con la mirada baja, escuchó el primer veredicto en contra luego de tantos años de campeón. Estaba en los Tribunales de Mar del Plata. Condenado a 11 años de cárcel por la muerte de su mujer, ocurrida en el verano de 1988, aceptó la decisión sin una palabra. Por su buena conducta, le dieron permiso para salir a trabajar. Entrenaba boxeadores en el camping de la Unión Personal Civil de la Nación, en Santa Fe. El domingo 8 de enero del 95, a las 17.30, al volver al Penal de Las Flores, donde cumplía su condena, el Renault 19 que conducía volcó. Las pericias concluyeron que debía ir a unos 120 kilómetros por hora y que mordió una banquina en el Paraje Los Cerrillos, a 45 kilómetros de Santa Fe. Y Monzón, a los 52, murió con la espalda apoyada en su querida tierra santafesina.
Tragedias de boxeadores. A muchos los espera el dolor y el sufrimiento al final de un breve camino. Un camino que empezó en la miseria, siguió tapizado en fama, dinero, mujeres y gloria para concluir en una senda, solitaria, sin salida, teñida de dolor.
AMOR PIRATA, DESTINO CRUEL
Marcel Cerdán se abrió camino a los golpes. Fue campeón del mundo de los medianos y vivió un romance apasionado con Edith Piaf, “El Gorrión de París”. Cuando se aprestaba para recuperar su corona, la muerte entró en escena.
Había nacido en Argelia en 1916. Se crió en Casablanca y desde muy joven se abrió camino a los golpes. Era un peleador frontal, fuerte, de tremendas combinaciones. Para 1938 ya era campeón de Francia y Europa en peso welter. Para 1945, ya en los 72,500 como peso mediano, repitió los mismos logros. Estaba casado con Marinette y tenía tres hijos. Cruzó el Atlántico y logró la hazaña: el campeonato del mundo enfrente a otro peleador de raza como Tony Zale. Fue el 21 de septiembre de 1948 en Nueva Jersey, por nocaut técnico en el 12° round.
Francia estaba a sus pies y fue por entonces cuando conoció a otra flor nacida del fango: Edith Piaf. Vivieron un amor tormentoso y prohibido, pero no secreto. Todo el mundo hablaba del romance del guerrero y de El Gorrión de París. Ella era maternal y posesiva, él era cálido y gentil, muy lejos de la fiera imagen que daba con los guantes puestos. Cerdán volvió a los Estados Unidos y no pudo retener su corona: sufrió una lesión en un hombro, producto de una llave que le hizo Jake LaMotta, y perdió en el 10° round el 16 de junio de 1949. “Jake es más que un rival, quiero la revancha”, dijo el ex campeón, que para entonces ya totalizaba 110 peleas profesionales con 106 victorias y sólo 4 derrotas.
Antes del viaje a los Estados Unidos para firmar la revancha, la Piaf tuvo un sueño, un presentimiento o algo y, tras una desesperada llamada telefónica, logró que cambiara el vuelo, adelantando el viaje en un día.
La noche del 27 de octubre de 1949, cuando el reloj marcaba las 20, Marcel se despidió de su amante con un “hasta la vuelta” en el aeropuerto de Orly. Siete horas después, el Lockheed Constellation de Air France se estrelló contra una montaña en la isla portuguesa de San Miguel. Murieron 48 personas. Entre ellas, Marcel Cerdán. El ídolo de Francia tenía 33 años recién cumplidos.
UN TIGRE ACORRALADO
Nunca fue campeón argentino. Jamás peleó por la corona mundial. Pero José María Gatica fue uno de los más grandes fenómenos del boxeo argentino. Su historia es la síntesis del triste final de muchos pugilistas.
Al mono gatica no le gustaba que le dijeran Mono. Prefería ser El Tigre. Fue el emblema del cabecita negra en la época del peronismo. Los que iban a la popular del Luna Park lo adoraban. El ring side, en cambio, quería verlo perder. “Los antiperonistas hacían fuerza por mí, pero en realidad, de los dos, el verdadero peronista era yo”, recuerda su más grande rival, Alfredo Prada. Ambos pelearon seis veces, ganaron tres cada uno, y en tales batallas perdieron dientes, sufrieron fracturas de mandíbulas y tiñeron de sangre la lona del ring. Se enfrentaban con bronca, con furia, casi con odio.
Gatica era capaz de palmear suavemente a un rival la mañana del pesaje y decirle: “Hoy te noqueo rápido, ¿sabés? Tengo que ir a un casamiento”. Había nacido en Villa Mercedes, San Luis. Se hizo hombre prematuramente en el barrio de Constitución, lustrando zapatos, vendiendo diarios, peleando por moneditas en una misión para marineros ingleses.
De la nada pasó al todo: cigarros de hoja, cupes último modelo, rubias platinadas y hasta la derecha enguantada estrechando la de Perón. “Mi General, dos potencias se saludan”, le dijo. Hizo 95 peleas. Las últimas, en la decadencia. Jamás perdió la soberbia. “Tienen cinco minutos para mirarme”, le dijo una vez a un grupo que se había juntado para admirarlo en la calle Florida. Y si se le arrimaban mucho, lanzaba su clásico: “Aire... aire...”
Lo consumió el alcohol, paseó su decadencia por las calles que lo vieron rico y famoso, fue el escarnio de sus enemigos. El domingo 10 de noviembre de 1963 trató de subir a un colectivo 295. Venía de un partido entre Independiente (club de sus amores) y –se dijo– había estado vendiendo muñequitos. Dos días después murió en el hospital Rawson a raíz de las múltiples heridas que había sufrido. Nadie dijo nada del colectivo que huyó ni de los pasajeros que no ayudaron. La noticia era que había muerto El Mono a los 38 años.
Por Carlos Irusta (2007)
Fotos: Archivo El Gráfico.