Las concentraciones
Un lugar común de los jugadores: cuando son jóvenes, no quieren concentrarse. Ya retirados, las extrañan. Relatos increíbles, graciosos y crueles del purgatorio previo a entrar a la cancha.
Mire que son tipos raros los futbolistas, ¿eh? Años enteros diciendo que las concentraciones son un plomazo, que nada más lindo que estar todas las noches con la familia, que las concentraciones se bancan por el solo hecho de evitar el qué dirán del público y que no hay necesidad de dormir en un hotel el mismo sueño que podrían dormir en su casa.
¿Y todo eso para qué? ¿Y semejante cantilena para qué? Para que años más tarde, póngale quince días después del retiro, salgan a decir a los ocho vientos –porque son ocho y no cuatro– que es increíble cómo añoran el fútbol, que al clima del vestuario no hay con qué darle y que nosotros no nos damos una idea de cómo ellos extrañan las concentraciones. Las tediosas, insoportables y aburridas concentraciones, suerte de internado de señoritos donde, lejos de cultivar una vida de monjes tibetanos, los muchachos sueltan el instinto travieso e infantil que todos llevamos dentro.
Ojo: ejercitar los músculos de la alegría no le serrucha el piso a ningún aspecto del profesionalismo. Conviene escribirlo rápido, antes del cuarto párrafo, para no herir la susceptible susceptibilidad de los jugadores de ayer, de hoy y de siempre.
Como un manantial inagotable, las bromas y los episodios insólitos condimentaron la convivencia de los planteles en hoteles de cinco estrellas, en pensiones de cielo nublado o en claustros campestres. Las hay por miles y acaso se cuenten por millones. Aquí va, entonces, un puñadito. El vermú que tal vez preceda a próximas entregas. Con ustedes, los intérpretes...
La primera vez
Daniel Bertoni se había incorporado a Independiente. Venía de Quilmes, donde nunca se concentraban. Era un péndex y no tenía ni idea de lo que era vivir en cautiverio profesional. Le tocó dormir con Mario Mendoza, privilegiado compañero encargado de darle la bienvenida. “No bien nos despertamos –recuerda Bertoni–, me mandó a comprar dos docenas de facturas a una panadería que quedaba a dos cuadras del hotel. Cuando volví, lo encontré desayunando. Sorprendido, le pregunté: ‘¿Qué hacés?’. ‘Estoy acá, desayunando.’ Eso era lo usual en la concentración: había que llamar al bar del hotel para que te trajeran todo. ¡Yo qué iba a saber! ‘¿Y ahora qué hago con esto?’, le pregunté. ‘Comételas, ¿qué otra cosa vas a hacer?’ Y me quedé al lado de él, comiéndome las facturas como un boludo.”
De Selección
Años después, Bertoni integró la Selección que ganó el Mundial 78. Durante los setenta días de concentración en José C. Paz pasaron cosas: “Houseman tenía de punto a Tarantini, que comenzaba su romance con Pata Villanueva. Cuando las revistas de chismes publicaban rumores sobre que Pata andaba con otro tipo, René recortaba las notas y se las pegaba en la puerta de la habitación. El Conejo se recalentaba con Houseman y siempre amenazaba con hacerle juicio a esas revistas”.
Houseman era el compañero de pieza de Bertoni. Por las noches, Menotti solía andar de ronda, comprobando que todos estuvieran donde debían estar. “Esta pieza tiene un peso bárbaro”, decía cuando pasaba por la de ellos. “Y el Flaco tenía razón. El lo decía por lo futbolístico, porque confiaba mucho en nosotros, pero yo creo que, en realidad, tenía un peso bárbaro porque René escondía de todo: whisky, tortas, pastillas DRF, Sugus de manzana, fasos… Decía que era para que nos repusiéramos de las palizas que nos daba el profesor Pizzarotti en los entrenamientos. Una vez, después de una práctica durísima, estábamos recostados y le pedí que me tirara un faso. ‘Qué faso ni faso… Ni un córner puedo tirar.’”
Me aprendí un versito
A Juan Carlos Lorenzo le gustaba que sus muchachos se sintieran como en la colimba. Sus métodos de motivación hicieron furor en el Boca del 76, pero ya los había probado en San Lorenzo y Unión. Un rompe de aquellos el Toto. Solía adoctrinar permanentemente a sus jugadores, así en la realidad como en el sueño. Alcides Merlo da fe. Unión se entrenaba pensando en Central y el defensor tenía asignada una misión difícil: marcar a Marito Kempes. “Vea, Merlo, la cosa es simple: usted no juega, pero Kempes tampoco. Lo persigue, lo molesta, no lo deja mover. Usted no huele la pelota, pero él tampoco. Jugamos diez contra diez y ahí ganamos nosotros. ¿Entendió?” Cada vez que se lo cruzaba, el Toto le hacía una seña y Merlo le recitaba el versito: “Yo no juego, pero Kempes tampoco. Lo persigo, lo molesto, no lo dejo mover. Yo no huelo la pelota, pero él tampoco. Jugamos diez contra diez y ahí ganamos nosotros”.
A las tres de la mañana de la noche previa, Lorenzo entró a la habitación de Merlo, lo zamarreó y le preguntó si se acordaba lo que debía hacer contra Central. El pobre de Merlo estaba soñando con los angelitos, pero ni dormido se olvidaba de su misión, que recitó ante la mirada incrédula del Heber Mastrángelo, su compañero de cuarto.
Durante el partido, Merlo fue implacable con Kempes, que se lesionó faltando media hora. Obediente, el defensor se quedó a su lado mientras lo atendía el médico. Es más: caminó a su lado hasta la boca del túnel. Cuando se hizo el cambio, buscó a Lorenzo para que le diera nuevas instrucciones. Y el Toto se las dio: “Repita el mismo versito, pero en vez de Kempes diga el 16”.
Huevo, huevo, huevo
El Heber Mastrángelo también recuerda las travesuras en aquel Boca del 76, al que el Toto hacía concentrar en La Candela tres días antes de cada partido: “No nos dejaba embromar mucho, pero algo hacíamos. Pernía y Mouzo, por ejemplo, tenían una obsesión con sus autos. Se pasaban horas y horas lavándolos y lustrándolos. El del Tano tenía cromados hasta los tornillos del motor. Estaba tan reluciente que se podía cenar arriba del carburador. Los limpiaban milímetro por milímetro. Yo los espiaba desde mi habitación y cuando terminaban me iba a la cocina, agarraba una docena de huevos y los enchastraba. Ellos ni sabían que era yo. Se ponían como locos, puteaban de lo lindo y volvían a lavarlos”.
Qué par de pájaros
Muchos la conocen. Tal vez la sepan de memoria. Pero la historia de Veira, Doval y los papagayos es insoslayable para este repaso. Aquel San Lorenzo de los sesenta andaba de gira por Panamá y se hospedaba en el hotel La Siesta. “Una noche –recuerda el Bambi– nos escapamos al casino. Volvimos a las cuatro de la mañana con un fusil de aquéllos. Cuando estábamos por pegar un ojo, empezaron a cantar dos papagayos. Con Doval nos miramos y ni siquiera tuvimos que hablar: ya sabíamos lo que íbamos a hacer. Nos levantamos, agarramos los papagayos y los ahogamos en la pileta con jaula y todo. A las ocho de la mañana nos despertó un despelote infernal. Toda la policía de Panamá estaba investigando la muerte de los papagayos, que eran algo así como bichos intocables. Con el tiempo volví a caer en ese hotel junto a Samuel Ratinoff y su esposa, que también nos acompañaron en ese viaje de San Lorenzo. Y resulta que había otros dos papagayos en el mismo jaulón. ‘¿Te acordás de esos papagayos?’, le preguntó la mujer a Samuel. ‘No, señora –le respondí yo–. Éstos son los suplentes. Los titulares murieron hace cinco años’”.
Agua que no has de beber…
Parece que el Platense de Dalla Líbera, Cravero y Coudet fue una cosa seria. “Un sábado a la mañana –cuenta el Loco Dalla Líbera– estábamos todos arriba del micro esperando que viniera el chofer. Coudet se hizo el gil, agarró el volante y arrancó. Anduvo cinco cuadras por la General Paz y se dio cuenta de que no sabía volver al club, así que estacionó el micro ahí y nos volvimos corriendo. En la puerta del club estaba el chofer puteando en todos los idiomas.”
Tiempo después, cuando estaban concentrados en el hotel Presidente, el Loco se asomó al balcón y le tiró bombitas con agua a gente que iba a un casamiento, muy bien vestida. “Los tipos se quejaron y los conserjes le avisaron al técnico, que era Pedro Marchetta. El Negro nos cagó a pedos. Nos hizo un lavado de cabeza bárbaro. Al otro día le ganamos a San Lorenzo y convocó a todo el plantel para una reunión urgente: ‘Señores, a partir de ahora, al que no tira bombitas por la ventana lo rajo de la concentración’. A la semana siguiente, el preparador físico, que no sabía nada, nos pescó en pleno lanzamiento de bombitas y le fue a buchonear a Marchetta, que no tuvo otra alternativa que explicarle que se trataba de una cábala.”
Como se ve, a veces hay que cuidarse de las aguas que caen. Otras, de lo que emerge de ellas. “Estábamos con el Tito Bonano en la concentración del Monumental. Yo en el hidromasaje –puntualiza Gancedo– y él afeitándose. Entonces le pedí que llamara al doctor Rafael Guglietti con la excusa de que el agua del hidro estaba fría. Cuando sentí los pasos del tordo, junté aire y me sumergí. Él no me vio porque había bastante espuma. Metió una mano para chequear qué tan fría estaba el agua y yo salí de abajo. Casi le explota el corazón.”
Dientes apretados
Cena del River del 75, aquel de Angelito Labruna que acabó con los 18 años de sequía. Cena tranquila, con mesas de siete jugadores cada una. Pedrito González se distrae con algo, se da vuelta, le quita los ojos al plato. Perico Raimondo no lo duda. Veloz como un rayo, se quita la dentadura postiza y la sumerge en el vaso de Pedrito. “Yo noté que habían puesto cara de giles, pero nunca me imaginé algo así. Cuando empecé a tomar y vi los dientes no me pude contener: los vomité a todos. Ellos se mataban de la risa –recuerda González-, pero estaban completamente salpicados.”
Me pareció ver un lindo gatito
Pensar en 1958 es anclar en el Mundial de Suecia. Las risas, por supuesto, sólo tuvieron espacio antes del desastre que marcó a fuego la historia del fútbol argentino. José Sanfilippo dice que en esa concentración vivió la anécdota más divertida de su carrera: “Parábamos en una villa local, muy pintoresca y tranquila, alejada de todo. Podía ser Suecia o el culo del mundo, porque no había nada de nada a su alrededor. Una noche, Federico Bairo se vistió de mujer y el Loco Corbatta se tragó la joda en medio segundo, porque Bairo estaba bien producido, parecía una mina de verdad. El asunto es que el Loco lo empezó a perseguir y ‘la mujer’, amparada en la oscuridad, se le escapaba; hacía que le daba bola y se le escabullía, como vergonzosa. Corbatta le decía piropos y le suplicaba que le diera bolilla, mientras nosotros espiábamos desde las habitaciones y nos hacíamos el plato. Así estuvieron como una hora, hasta que el Loco lo descubrió. Si no saltábamos nosotros para separarlos, Bairo moría ahí mismo.”
Tres tristes tigres
La crueldad también se hace lugar en una concentración. Y si no que lo cuente el uruguayo Josemir Lujambio. “Con Bella Vista viajamos a Ecuador para jugar por la Libertadores. Teníamos un compañero que era muy chusma y muy tartamudo. Sabiendo eso, nos juntamos unos cuantos e hicimos un comentario en voz alta para que nos escuchara. Dijimos que esa noche íbamos a meter dos azafatas en una habitación y, para joderlo, quedamos en que la contraseña sería: ‘Tres tigres comen trigo en un trigal’. Es más: arreglamos que sería en la pieza vecina a la del técnico, que también se prendió en la broma. El Tarta se hizo el desentendido, pero quedó recaliente porque no lo invitamos. A la noche nos metimos en la habitación y empezamos a simular voces de mujeres, hasta que nos golperon la puerta: ‘Tres… tres… trigres…’. Y el Tarta se iba porque no podía terminar la frase. Así como tres veces, hasta que en la cuarta no aguantó más: ‘¡El Tarta! ¡Abran! ¡Soy el Tarta!’ Nos meamos de la risa.”
Una voz en el teléfono
Está ahí, en la mesita de luz. Es cuestión de levantarlo para comunicarse, aunque no siempre se puede. “Estábamos con Vélez en Japón –recuerda Marcelo Gómez- y Almandoz quería pedir agua caliente para tomar mate. Como no sabía hablar inglés, se le ocurrió pedirla con la frase que dicen los relojes: ‘water resistant’. Una burrada total. Llamaba a medio hotel y les repetía lo mismo: ‘water resistant’, ‘water resistant’, al tiempo que hacía ruido como si chupara una bombilla. Cuando intentó explicarles personalmente, los japoneses se lo quedaron mirando sin decirle nada. Deben haber pensado que ese tipo tenía un ataque de algo muy jodido.”
Atajate ésta
Ariel Rocha y Esteban Pogany eran los arqueros de Ferro y compartían la habitación en un hotel de Once. El actual arquero de Independiente estaba preocupado porque le habían salido unos granitos, así que llamó por teléfono y le pidió prestada una crema antiacné a Guillermo Samso. Cuando golpearon la puerta, Pogany le fue a abrir. Para qué: “Samso le vació un matafuegos en la cara, creyendo que era yo. Salió tanta espuma que lo tiró contra la pared. La habitación quedó toda blanca. Y Pogany casi se muere. Primero lo metimos en la bañera y después lo revivimos con perfume.”
Otro arquero que sufrió de lo lindo –mejor dicho, de lo feo– fue Nery Pumpido cuando estaba en River. Un compañero que todavía se mantiene escudado en el anonimato no tuvo mejor idea que hacer caca dentro de su almohada. Después de la cena, el hoy técnico de Unión se fue a recostar y tuvo una reacción lógica: “¡Qué olor a mierda!”. Como creía que se trataba de una ventisca generada por su compañero de habitación, usó la almohada para taparse la cara. Y ahí entendió todo.
El técnico ideal
Para terminar, dos de Peter Marchetta. Durante la primera pretemporada en Central, jugaron contra Deportivo Carlos Paz y empataron cero a cero. Vitamina Sánchez pensó: “Fuimos un desastre, nos va a matar”. Y mucho más cuando llegaron al vestuario y les dirigió la palabra escuetamente: “Los quiero ver a todos a las 12 en el hall de hotel. Vamos a hacer una reunión”. “Durante el viaje de regreso –confiesa Vitamina- no hablaba nadie, teníamos un cagazo bárbaro. Pedro nos vio tan mal que habló sin esperar a las 12: ‘A ver, viejo, cambien la cara. Ahora van a sus piezas, se ponen la mejor pilcha que tengan y se van de joda. El que venga antes de las 8 de la mañana tiene una multa.’ No lo podíamos creer.”
La otra también la recuerda Vitamina. Marchetta tenía un BMW que hacía derretir de placer a los fierreros del plantel. Como estaban de pretemporada, Vitamina, el Kili González, Gonzalo Belloso y el Mono Gordillo se lo pidieron para dar una vuelta. Peter accedió con la condición de que volvieran pronto. “Íbamos en el auto y empezamos a charlar sobre minas que pasaban. Y hablamos de lo lindas que eran la mujer y la hija de Marchetta. A la vuelta lo agarramos a Pedro y le pedimos que lo encarara a Belloso y le dijera que estaba muy enojado con él, que había escuchado la charla porque había quedado grabada en la computadora del auto, que por supuesto no existía. Marchetta le metió mil fichas. Y a Belloso se le caían los mocos de la desesperación”.
Y pongan web
La computación es la nueva vedette de las concentraciones. Más allá de su casilla de correo personal, cada jugador de Boca tiene otra provista por el club, donde reciben mensajes de los fans. El año pasado un par de cibernéticos del plantel se asociaron para gastarle una broma a otro. Crearon un mail ficticio, se hicieron pasar por un hincha común y no pararon de enviarle mensajes críticos. Al principio, el muchacho los respondía con galantería. Pero las críticas fueron subiendo de tono de un modo tal que al jugador se le transformaba la cara al instante de abrir el mensaje. Nunca descubrió a los autores.
Aquellos años locos
¿Cómo eran las concentraciones de antaño? El Charro Moreno y Pedernera fueron dos protagonistas de lujo: el baile, los encuentros
en el cabaret, la musiquita que silbaban cuando salían por el túnel.
Cuenta la leyenda que las concentraciones de antaño eran una farra. Que aquellos primeros próceres del fútbol se escapaban por la ventana y lustraban el piso en los bailongos, volviendo con el tiempo justo para bajarse dos platos de ravioles y empezar a jugar.
Después del retiro, cuando ya ostentaban la categoría de mitos vivientes, José Manuel Moreno y Adolfo Pedernera dijeron lo suyo.
Contó el Charro: “Los días de partido me quedaba en la cama hasta las doce para relajarme bien. Comía una manzana o un churrasco, nada más. Me gustaba jugar con el estómago medio vacío. En el vestuario, para matar la ansiedad, hablábamos de algunas pibas que íbamos a ver a la noche. Y por el túnel salíamos cantando alguna canción de moda. A mí me gustaba bailar el tango. Me gustaba mucho. Más de una vez nos encontramos con los muchachos en el cabaret. Aunque parezca mentira, era una buena gimnasia para el fútbol, porque el baile nos daba estabilidad, agilidad, compás. Pero es mentira que nos íbamos de la concentración el sábado a la noche y que volvíamos para jugar. A lo sumo nos hacíamos una escapadita los sábados a la tarde…”.
La frutilla la puso don Adolfo: “Tampoco era cierto que andábamos por ahí corriendo mujeres. Nosotros no las corríamos, ellas se dejaban agarrar”.
Texto de Elías Perugino (2001).
Notas de Diego Melconian.
Fotos: Archivo El Gráfico.