¡Habla memoria!
Pedro Ochoa, el crack de la afición
Idolo popular en la década del veinte y figura principal en el Racing que arrasó en el amateurismo. Amigo entrañable de Gardel, tenía el físico de un jockey y una gambeta con la que encarnaba lo más puro del fútbol criollo.
Gesto adusto y ceño fruncido. Una característica distintiva de Ochoíta.
Ochoíta había nacido en Avellaneda en 1900, y tras pasar por las inferiores de Independiente llegó a Racing en Cuarta, y de allí saltó directamente a Primera. Cuando debutó en 1916, nadie entendía muy bien qué hacía ese chico ocupando el puesto de Alberto Ohaco, goleador del club y figura indiscutible, pero rápidamente todos se dieron cuenta de que ese pequeño de gesto adusto y pelo recostado sobre la izquierda, en el que era difícil advertir si estaba contento o estaba triste, traía consigo lo mejor del fútbol de La Nuestra y también algunos conceptos importantes del brusco juego inglés. Ochoa mantenía siempre la cabeza en alto y tenía una gambeta directa y simple. A su baja estatura la aprovechaba para filtrarse en espacios reducidos. Tenía una jugada patentada que repetía permanentemente: empezaba recostado sobre la derecha, se encerraba para encontrar el hueco y metía el quiebre de cintura para quedar perfilado de diestro. Le pegaba muy bien a la pelota, y lo suficientemente fuerte como para sorprender a propios y extraños que no veían la relación entre su diminuta fisonomía y su potencia, una potencia que usaba también para aguantar la pelota y soportar el asedio del rival, una característica que distinguía a los ingleses, más afectos al juego friccionado.
En el año de su debut, Racing sumó un nuevo título, y repitió en 1917, 1918 y 1919. Recién durante esta última temporada, Ochoíta se ganó la titularidad y pudo formar un binomio perfecto con Natalio Perinetti, extremo derecho. Conjugaban calidad, gambeta y goles. No se llevaban demasiado bien afuera, y adentro de la cancha cada tanto se tiraban la bronca, pero eran hermanos en una de las mejores duplas de la historia del fútbol argentino. Perinetti, a diferencia de Ochoa, era menos directo. Le gustaban los malabares y su jugada de cabecera era la calesita. Juntos le pusieron el broche de oro a una era gloriosa de Racing, que entre 1913 y 1919 jugó 127 partidos, de los cuales ganó 109, empató trece y perdió solo cinco. A la hazaña del heptacampeonato, que incluyó consagraciones invictas en 1914, 1915, 1918 y 1919, se le sumaron cuatro Copas de Honor, cinco Ibarguren y dos Aldao.
Foto curiosa del Rey de la Gambeta, sonriendo y con un gesto amistoso, algo poco frecuente en él.
Las críticas a Ochoa, que a veces pecaba de inexpresivo, eran en su mayoría porque en algunos partidos desaparecía. Decían que jugaba solamente cuando quería y que tan solo esa voluntad bastaba para que tuviera una gran actuación, pero que no siempre se predisponía a hacerlo. También lo acusaban de “noctámbulo” y de aburrido.
En 1921 Racing recuperó la mística. Fue campeón y tuvo al goleador del torneo, Albérico Zabaleta, que hizo 32 goles. Ochoa volvió a tener un gran año y siguió agrandando su mito, incluso cuando en las tres temporadas siguientes la Academia no consiguió ningún título.
Tomando agua en el vestuario en una imagen común de la época.
La fidelidad de Ochoa tuvo premio, porque ese mismo año Racing fue campeón con un equipo jaqueado por el recambio (ya se había retirado Ohaco) y las lesiones (Perinetti prácticamente no participó). No obstante, él se convirtió en el director de orquesta de un buen grupo de juveniles y se encargó de convertir los goles o de servirlos, mientras que el arquero Marcos Croce, otro enorme puntal del título, se abocó a la tarea de alejar el peligro rival. Racing no lució como en los años anteriores, sin embargo, ganó muchos partidos por la mínima diferencia y empató otros tantos, muchos de ellos sobre la hora, pero nadie logró vencerlo. Resultó campeón invicto y Croce logró un récord histórico al mantener su arco en cero durante 1.077 minutos. Ese fue el último torneo local ganado por Racing hasta el de 1949, que abriría el camino del tricampeonato, el primero de un equipo argentino.
En 1927 Ochoíta llegó a la Selección, un anhelo que se había postergado. Disputó en Lima el Sudamericano, y Argentina fue campeón invicto derrotando 7-1 a Bolivia, 3-2 a Uruguay y 5-1 a Perú. Ochoa no jugó de titular, pero fue recambio de Alfredo Carricaberry en un equipo formado por los mejores jugadores del momento. El arquero era Octavio Díaz, los defensores, Ludovico Bidoglio y Humberto Recanatini, en el medio jugaban Juan Evaristo, Luis Monti y Adolfo Zumelzú y arriba, Carricaberry, Juan José Maglio, Manuel Ferreira, Manuel Seoane y Segundo Luna, un extremo que representaba a la liga de Santiago del Estero. La Chancha Seoane, crack de Independiente y amigo personal de Ochoíta, fue elegido el mejor futbolista del Sudamericano.
Posando como jugador de Racing, club en el que hizo toda su carrera desde 1916 hasta 1931.
Aquella no fue la primera jugada suya de similares características, porque en otra oportunidad, jugando en una Selección de Buenos Aires y contra un combinado de Mendoza, le pegaron tantas patadas que se fastidió, agarró la pelota y empezó a gambetear a todos los rivales una y mil veces hasta que sus propios compañeros le pidieron que diera el pase para evitar que todo se desmadrase hasta terminar en un concierto de patadas y trompadas.
A Ochoíta ya le habían otorgado la patente de una extraña invención: decían que era imposible que llevara la pelota siempre dominada sin mirar el suelo y que pudiese disponer de ella a su antojo, que algo hacía para domarla, que le había puesto un mango a la pelota.
Perinetti y Ochoa, díscolos, en una postura que habla por sí misma; no se llevaban bien fuera de la cancha pero adentro formaban una dupla imbatible.
En el epílogo de los años veinte ya era una voz autorizada y uno de los jugadores más destacados de la década. Fue uno de los abanderados de la transición hacia el profesionalismo desde lo que se llamaba amateurismo marrón, una oficialización del fútbol entre bambalinas que consistía en pagarles a los jugadores por debajo de la mesa. Trabajó mucho para que los futbolistas fuesen reconocidos como profesionales, aunque alcanzó a jugar pocos partidos oficiales porque se retiró, lesionado, en 1931, a los 31 años.
En los últimos años de su vida, como empleado de inferiores de la Academia.
Luego de su retiro se radicó en Tandil, hizo vida de chacarero y volvió a Buenos Aires para trabajar en las inferiores de Racing hasta que un infarto lo sorprendió a los 47 años. Se fue demasiado pronto, pero esa corta estadía le alcanzó para inmortalizarse. Carlos Gardel, entrañable amigo suyo, tuvo mucho que ver en ello al ponerle voz al tango Patadura , que con justicia lo homenajea en su mejor faceta, la del ídolo popular: “Burlar a la defensa, con pases y gambetas/y ser como Ochoíta el crack de la afición”.
Por Matías Rodríguez / Fotos: Archivo El Gráfico
Nota publicada en la edición de febrero de 2016 de El Gráfico