Paco Gerlo: sangre, sudor y lágrimas
La curiosa historia de Danilo Gerlo, que recién a los 22 años comenzó en el fútbol profesional, que dejó un gran recuerdo en Quilmes y que estaba viviendo el sueño de jugar en River.
“Paquito, ¿vos estás loco o qué te pasa? Haceme caso a mí, que algo sé de este club”.
Con fondo de batucada, las palmas sacudiendo con fuerza los armarios, el canto tribunero agrietando las voces de jugadores, cuerpo técnico, allegados y dirigentes, la satisfacción del deber cumplido celebrándose en el éxtasis de la conquista, el muchacho apenas si podía escuchar las palabras de Nelson Vivas. Quilmes acababa de consumar una campaña histórica con el 0-0 ante Talleres: 60 puntos en su primera temporada tras el ascenso para construir un colchón importante de unidades de cara al futuro y el derecho ganado a disputar un repechaje para entrar en la Copa Libertadores del año siguiente, el 2005.
Todos los integrantes de la comunidad quilmeña destilaban felicidad en aquel vestuario. Todos menos uno. Encerrado en uno de los baños, Danilo Telmo Gerlo lloraba y no de emoción. El veterano Vivas, que ya se entrenaba con sus nuevos compañeros preparando el regreso a las canchas, intentaba convencerlo con argumentos bastante lógicos: “Paquito, Quilmes no va a sufrir con el descenso por varios años y encima puede llegar a jugar la Copa, esto es histórico. Hay que celebrar, te juro que a este club lo conozco bien”.
Paquito, sin embargo, no tenía consuelo: “Yo quería ganar, yo quería ganar y clasificar directo a la Copa”. Es que San Lorenzo, el último con pasaje asegurado a la Copa, con su triunfo sobre Boca le había sacado un punto de ventaja a Quilmes en la tabla general.
La anécdota, contada con histrionismo por el mismo Gerlo, de alguna manera define al personaje. “Para mí, el fútbol nunca fue un pasatiempo”, admitirá luego este hombre que asegura transpirar como loco en la previa de los partidos, carcomido por una ansiedad innata que se le suma a una exagerada devoción por el triunfo. Fue justamente por esta particular filosofía de encarar su carrera que hace un tiempo, Gustavo Alfaro, técnico de Quilmes, lo llevó aparte y lo encaró: “¿Paco, qué pensás vos del fútbol? Mirá que no podés estar todo el tiempo así, serio, con esa cara de sufrimiento permanente, acá alguna vez te va a tocar perder, tenés que tratar de disfrutar de tu profesión”.
Un personaje Danilo Telmo Gerlo, santafesino de Los Quirquinchos, el pueblo de 1800 habitantes ubicado 100 kilómetros al sur de Rosario, 26 años de edad y un sueño de futbolista que amagó muchas veces con astillarse en mil pedazos y que recién hace tres temporadas comenzó a vislumbrarse como posible. Un personaje de verdad. Usa remera de Mickey, tiene como meta pendiente conocer al Indio Solari (no al técnico sino al de los Redonditos), ve tele en un 14 pulgadas porque aún no compró una más grande, durante mucho tiempo usó un palo de escoba para hacer zapping porque se había olvidado el control remoto en Quilmes, juega a la pelota paleta cada vez que se da una vuelta por sus pagos, y hasta lo expulsaron una vez en un campeonato por revolear la paleta. No a cualquiera lo expulsan en un partido de pelota paleta, eh. Pero sobre todo es personaje Danilo Telmo Gerlo porque aún no ha sido contaminado por el virus del futbolista profesional: responde sin filtro, dice lo que siente, habla como le sale. Y siempre con el entusiasmo propio del recién iniciado.
“Para mí, que llueva un poquito es la gloria. Me la paso todo el día en el club jugando a las cartas”.
Hay ritos que en los pueblos no se alteran. Reunirse en el club del barrio es uno de ellos. Paquito se crió en el Federación desde los 5 años y luego también frecuentó el Club Social. Su vida de joven era juntarse al mediodía con la barra, jugar a las cartas a la tarde, tomar mate en la vereda, visitar a más amigos por sus casas y volver para el asado de los sábados a la noche. “Cada vez que puedo –reconoce-, me escapo a mi pueblo y ahí me paso todo el día dándole al tute, al póquer, lo que sea. Por eso cuando llueve, me agarra un poco de nostalgia, llamo a mi casa y digo: ¡mami, qué día de club es hoy! Esos días se junta todo el pueblo en los clubes y si no llegás temprano no conseguís mesa. Y no importa si sos Gerlo o cualquiera”.
Nada de trabajo y muchísimo deporte fue la máxima que guió su vida. “Nunca laburé –se sincera–. Mi viejo tiene una empresa de agroquímica y fumigación para campos, pero yo nunca entendí del tema ni quería saber nada. Él tiene sus avioncitos, pero jamás me subí a uno. Era muy vago yo, la verdad es que salí más para la rama de mi vieja, que es profe de educación física. Siempre practiqué muchos deportes: paleta, fútbol, vóley, lo que viniera. Cuando pasaba por el negocio de mi papá, iba esquivando, lo saludaba desde la esquina. Y en el colegio, todo mal, también. Solía terminar con 10 o 15 amonestaciones por año, no éramos muy bien vistos por las maestras, hacíamos bastante lío, como soltar un ratón en el aula y esas cosas. El estudio no era lo mío”.
El fútbol, entonces, se transformó en su ruta y una vez terminado el secundario en Godeken, el pueblo de su abuelo, se fue a Rosario, donde jugó durante cinco años en las inferiores de Newell’s Old Boys. Ya no era cinco sino dos, el puesto en el que se siente más cómodo. Pero a los 21 años el mundo se le vino abajo: esperaba con ansias el telegrama que lo invitaba a firmar el primer contrato, pero ese telegrama nunca llegó: “De repente sentís que perdiste cinco años de tu vida, está bien, te quedan amigos que no se olvidan, pero tu sueño y tu ilusión se terminan, te encontrás en la nada, como si te hubieras puesto a estudiar una carrera y no te recibiste. Es feo, a los 21 años se te derrumba el mundo porque tenés que agarrar el bolso y no sabés para dónde salir”.
No había mucho margen para maniobras. Paquito debía volver con la cabeza gacha a la casita de sus viejos.
“El pibe anda bien, pero acá son todos jugadores profesionales y él viene del campo, de una liga, así que va a tener que jugar gratis, ¿se quiere quedar?”.
Como este gringo cabeza dura no se iba a dar por vencido así nomás, se dio un par de oportunidades más. “Me probé en un montón de clubes, solito, sin representante, agarraba mi bolso y me aparecía –revive–. Estuve en Unión, también en Banfield, pero por una cosa o la otra, nunca le pegaba. Un día, un amigo de Quirquinchos que había jugado en Colo Colo me hizo el contacto para probarme ahí. Fui y gusté, pero a los dos días me desgarré. ¡Qué desgracia! Me quedé unas semanas para tratar de recuperarme, me daban inyecciones todos los días. Vivía en una pensión solo, me daban de comer a las siete de la tarde, un guiso y a dormir, extrañaba un montón. Ningún dirigente me decía nada, encima después de recuperarme, en la primera práctica se me cayó un tipo en la rodilla, me la hizo pelota, y no soporté más. Llamé a casa y les dije a mis viejos: me vuelvo, no aguanto más”.
De regreso en el pueblo, ahora sí, Gerlo sentía que el fútbol como profesión había pasado de largo. Se puso a jugar en Federación, el equipo del pueblo, más para despuntar el vicio que para otra cosa: “Ya me había resignado, y como mis amigos estaban en la comisión del club, me puse a jugar la liga local. Me dije: bueno, seré un vago del pueblo, todos los días jugando a las cartas, ayudando a mi papá, pero que me ponga de mulo porque no sé hacer nada, y después jugaré al fútbol, que me apasiona”.
Así anduvo cuatro meses Paquito, hasta que el preparador físico del equipo del pueblo, que era ayudante del PF de Central Córdoba de Rosario, le propuso tentar suerte en el Charrúa. Anduvo bien, le subieron el pulgar, pero de guita ni hablar. Y le cantaron la verdad con la frase que encabeza este párrafo. “Tenía 22 años y ahí empezó mi historia en el fútbol grande –se entusiasma–. Les gusté como anduve pero como eran todos profesionales, el plantel ya estaba armado y yo venía de una liga local, me propusieron quedarme gratis y sin compromisos. No quise saber nada, me negaba a seguir viviendo de arriba, de lo que me mandaran mis viejos. Tuve una charla con ellos y me hicieron reflexionar. Mi papá me la dejó bien clara: ‘Mirá, Danilo, ésta es tu última oportunidad, hacé de cuenta que viniste a estudiar y nosotros te bancamos, quizás no te recibas, como mucha gente, ¿cuál es el problema? Vos sabés que siempre hicimos el esfuerzo por vos, así que si vos dejás todo por el objetivo pero no se da, mala suerte, después veremos. Ahora, jugátela’. Y me la jugué. El primer semestre ni figuraba, porque eran todos profesionales y el equipo estaba armado. Sólo entrenaba y entrenaba. El tema es que Central Córdoba hizo una campaña muy mala y terminaron echando a todos los profesionales. Para el segundo torneo quedamos todos los pibes con el Gordo Palma de técnico e hicimos un campañón: ganamos 11 partidos, empatamos 2 y perdimos sólo 1. Terminamos primeros, pero igual descendimos a la B porque se iban siete equipos, pero todos anduvimos muy bien. Ahí hice un clic, supe que tenía que empezar a ganarme la vida en el fútbol, hacer todo lo posible para que un día mis viejos sintieran orgullo porque su hijo finalmente conseguía hacer lo que se había propuesto”.
Al menos, Paquito ya había conseguido meter un pie en el Nacional B.
“Hola Raymonda, qué tal Iuvalé, un gusto tenerlos aquí. Disculpá, a vos no te conozco, ¿quién sos?”.
Historia repetida: Quilmes se había lanzado a la conquista de un nuevo ascenso. Sumaba diez años naufragando en el intento y por eso salía otra vez a llenar el changuito con jugadores. Puso la mira en Central Córdoba, en el grupo de jóvenes que habían realizado el campañón de ese año y especialmente en Silvio Iuvalé y Santiago Raymonda (hoy destacándose en Instituto), pero alguién del Charrúa se avivó y metió en el paquete a Gerlo. Por eso estaban los tres en la pieza de la concentración del club, cuando se presentó el dirigente cervecero con la frase citada líneas arriba.
“Fui de relleno a Quilmes, eso lo tengo claro. Y esa tarde estábamos los tres en la pieza, yo arriba de la cama, mirando la tele y con las mechas bastante largas, con botitas, parecía un rockero. Vino un dirigente y ni sabía quién era yo. Entonces me bajé, le di la mano y le mandé: ‘Mucho gusto, yo soy Gerlo, el que vino acá a sacar campeón a estos dos’. Y me volví a subir a la cama a ver la tele. El tipo habrá pensado que era un loquito, pero era lo que sentía”.
Tan loco no estaba, porque en el primer intento, Quilmes ganó el ascenso. Y Paquito fue un soldado fiel de Gustavo Alfaro: de dos, de stopper por derecha, por izquierda y dio el presente cada vez que se lo requirió. Ya en Primera División, se destacó como cuatro y llamó la atención de Astrada, que necesitaba un lateral por derecha. Aunque era consciente de que no era “su” posición, ni dudó al llamado de River. Pero aterrizó en Núñez, se lesionó dos días antes de debutar, después lo traicionó una pubialgia, y por callar para no caer en el excusómetro, hasta hubo días en que no podía ni caminar del dolor que sentía.
“Siempre creí que de lateral no iba a llegar muy lejos, sabía que esa no era mi característica, pero cuando me hablaron de River cerré los ojos. Si es necesario, juego hasta de nueve aunque me putee todo el estadio, pensé. Me fue bien en la gira por Europa, pero dos días antes de debutar me agarró una tendinitis. Ahí el bajón de la cabeza me hundió, estuve un mes y medio parado, después jugué tres partidos seguidos de golpe y no respondí, salí, el equipo levantó y se terminó el año. Fueron siete meses tremendos, de llamadas interminables a mi pueblo, por momento creía que la cabeza me iba a explotar. Después fui a la pretemporada y quedé afuera de la lista de buena fe de la Libertadores. Hasta que un día me mandaron de dos a la reserva, a mi puesto, y me dije: ahora voy a demostrar que tengo condiciones para jugar como central. Anduve bastante bien, pero me desgarré el gemelo y otra vez estuve un mes y medio parado. Cuando me recuperé, sin hacer fútbol en la semana, fui al banco contra Olimpo y se lesionó Tuzzio: entré de central y cumplí. Tres días después, antes de jugar contra la Liga en Quito, vino Corti y me preguntó cómo me sentía físicamente. Claro, venía de una larga inactividad. ‘Vuelo’, le contesté. Cerré los ojos y que sea lo que Dios quiera, me dije. Era la primera vez que jugaba en la altura”.
Y vaya si respondió Paquito: fue su mejor partido en River. Justo en el momento en que explotaba la bomba “Ameli-Tuzzio” y los dirigentes de River buscaban comprar desesperadamente un central para apagar el incendio, Gerlo irrumpió como una alternativa imprescindible, que se afianzó contra Boca y Banfield, en el sur. Ahora, además de perseguir con locura fuera de lo normal su primer título, se come los codos para que River haga uso de su opción.
Y si Paquito sufre muchas veces desde el banco, y sus manos sudan la gota gorda, ni hablar del efecto que produce el equipo en el hincha millonario, que no gana para sustos.
“No sé cómo terminará esta historia de la Copa –se sincera–, sólo digo que las cosas que no se sufren no se valoran. Acá, hay que ganar con el estilo del club, eso me llevó un tiempo entenderlo. Pensá que yo venía de Quilmes, donde se buscaba sacar la mínima ventaja con una pelota parada y después había que cuidar el resultado, y acá están todos los mostros que conocen el club a fondo y te dicen: ‘Paquito, no te preocupés; acá, si nos meten dos goles, hacemos cuatro’. Y la filosofía que te inculca el técnico también es ir para adelante siempre”.
Para adelante, Paquito siempre fue para adelante. Si no lo cree, dese una vuelta por el vestuario de Quilmes, quizás todavía encuentre su duende encerrado en el baño, insultando por un triunfo que no fue…
EN DEFENSA PROPIA
Danilo Telmo: una elección que parece hecha por el enemigo. “Me liquidaron, mis viejos me liquidaron, sólo a ellos se les puede ocurrir ponerme esos nombres –se queja Paquito–. En eso me castigaron, no tengo dudas. Ellos me han dado tanto pero tanto, me apoyaron en todo, pero ahí me castigaron. Me pusieron esos nombres para que todo el mundo me cargue. La historia pasa porque Danilo es el mejor amigo de mi mamá y Telmo, el mejor amigo de mi papá. ¡No podían tener amigos con nombres más normales! Siempre les digo que me mataron con los nombres, y ellos se ríen. Y Paco soy desde mi pueblo, allá me lo pusieron desde chico. Siempre me dijeron Loco o Paquito, el apodo nunca me molestó. Y hoy en River todos me dicen Paco”.
Por Diego Borinsky (2005).
Foto: Jorge Dominelli.