Cuando recibió la pelota, el jugador ya sabía lo que iba a hacer. Lo que desconocía era que estaba a segundos de que esa jugada lo transformara en uno de los mitos más grandes de la historia del fútbol argentino. Tomás Felipe Carlovich paró el balón, entonces, en un equipo que enfrentaba a la Selección argentina que se preparaba para el Mundial de Alemania 1974 y que lo tenía –hasta ahí– como un desconocido: había cinco futbolistas de Rosario Central, cinco de Newell’s, y él. El, un tal Carlovich, un 5 de Central Córdoba que recibió el pase para pensar, en milésimas de segundo. Y decidió: tiró un caño de ida y vuelta, los rosarinos terminaron 3-0 arriba a la finalización del primer tiempo y la rebeldía hizo que Vladislao Cap, entrenador de Argentina, le pidiera a Carlos Griguol y Juan Carlos Montes, los entrenadores rivales, que sacaran a ese muchachito.
Ahora es 2013 y el (ex) jugador no es Carlovich ni Tomás: todos hablan de él como el Trinche. Su historia, el caño de ida y vuelta, y detalles que se conocerán más adelante, no tienen registro fílmico ni fotográfico, pero no importa: el Trinche es un mito viviente. Y lo es porque su leyenda fue narrada por otras glorias del fútbol. José Pekerman dijo –y repitió– que fue el jugador más maravilloso que vio, Jorge Valdano expresó que Carlovich es el símbolo de un fútbol romántico que prácticamente ya no existe, y César Luis Menotti sostuvo que tenía el gen rosarino que hoy Lionel Messi le muestra al mundo.
Resulta que a Carlovich hasta lo catalogaron como “el Maradona que no fue”. Pero Carlovich existió. Y tuvo su estilo: era un volante central elegante, virtuoso y algo displicente. De ritmo lento, pero de razonamiento inversamente proporcional a su andar. Aquellos que lo vieron con una pelota en los pies recurren a dos nombres cuando lo comparan: un poco de Fernando Redondo, otro poco de Juan Román Riquelme. La prestancia del primero, y del segundo, la capacidad de aguantar la pelota y cubrirla con el cuerpo.
Carlovich es algo así como el máximo exponente del arco lírico del fútbol argentino.
VIDA Y OBRA. Tomás Carlovich nació el 20 de abril de 1949, en Rosario. Es el último de siete hermanos. Su padre, Mario, era un yugoslavo trabajador, que sostenía a su familia gracias a su labor como instalador de caños y tuberías.
El Trinche tuvo una infancia austera. Su contexto social no iba más allá de los márgenes del barrio de Belgrano. Allí, jugaba en el potrero, en canchitas de tierra. Como toda su generación, su primera pelota fue una Pulpo. Cuando en su casa no tenían plata para comprar otra, se divertía con pelotas de trapo hechas por él mismo. Y si no tenía zapatillas, jugaba descalzo.
Hoy, a la hora del análisis, algunos coinciden en que nació en una época equivocada: cuando Carlovich era futbolista, en el deporte comenzó a tener auge la importancia de la parte física. Justo eso que a él no le gustaba tanto.
Lo cierto es que debutó en Rosario Central, en 1969, en un amistoso frente a Peñarol, en Montevideo. Allí jugaría apenas un partido oficial, contra Los Andes. El técnico de ese entonces, Miguel Ignomiriello, no lo tenía entre sus preferidos, según el propio Carlovich, quien cayó en Flandria, donde estaría durante cuatro meses.
En 1970 se sumó al club que lo tendría como ídolo: Central Córdoba. Lógico: ahí consiguió el título y el ascenso a Primera B. Arrancó bien de entrada: el día de su debut en el equipo charrúa hizo dos goles.
Ahí sembró en parte eso que representa ahora: la inconstancia –puede verse cuando uno hace el recorrido por la carrera de Carlovich– fue su rutina. Por caso, en Central Córdoba estuvo en cuatro etapas: 1972-1974, 1978, 1980-1983 y 1986, jugando nueve temporadas, y sumando 28 goles en 236 partidos.
En 1976 pasó a Independiente Rivadavia de Mendoza, donde disputó la Liga provincial. No duró mucho porque la leyenda cuenta que Carlovich extrañaba Rosario. Entonces, cuando podía, huía. Una vez, por caso, se hizo expulsar en un primer tiempo de un partido para llegar a tomar el micro que lo iba a trasladar a su ciudad natal.
Hay una foto que permite tener una imagen de su paso por Mendoza: el Trinche con una camiseta con botones, algunos desabrochados, el pecho un poco al descubierto, las medias bajas, la ausencia de canilleras, unos rulos largos, una barba de días. Carlovich es amado también por todo eso: la imagen del futbolista hippie, antisistema. En Independiente Rivadavia le decían El Gitano, un apodo que mutó a Rey después de una victoria por 5 a 1 en un clásico provincial.
Además, tuvo un breve paso por Colón de Santa Fe, teñido también por alguna discusión sobre sus actitudes. Su entrenador, Eulogio Urriolabeitía, afirmaba que Carlovich se hacía el lesionado. El Trinche lo negó –y lo sigue negando–. Allí disputó un par de partidos más, apenas eso.
El club que completa su trayectoria es Deportivo Maipú de Mendoza. Después de ahí, volvió a Central Córdoba, el patio de su casa. En 1982 volvió a ascender con el Charrúa de la C a la B. Su carrera como futbolista tuvo su punto final en el 86.