En las entrañas del Luna Park, una odalisca descalza conversa con un muchacho casi desnudo. Su única vestimenta es un mínimo pantaloncito y un par de zapatillas deportivas: su piel luce dorada y poblada de músculos. “¿Qué letra te tocó?”, pregunta la odalisca. Tiene un sánguche de lomito en la mano. “Mirá vos misma”, dice él, pitando un cigarrillo. Se da vuelta y en la reluciente espalda hay una gigantesca letra “K”, pintada en negro con rebordes dorados. El ruido ambiente es el de los zumbidos de los handies. Junto a la odalisca y al muchacho de la letra “K”, pasa un muchacho de remera negra. Tiene un auricular y un micrófono unidos por un cable y del pecho le cuelga una credencial plastificada negra. Detrás de su mesa, un cocinero con gorro de cocinero sigue armando sanguchitos. Una niña se arregla las medias de rejilla negra. Tiene tacones inmensos y un maquillaje subido. Alguien saca una foto con un celular.
En las entrañas de Luna Park, el gran salón está dividido en dos. De este lado de la pared, las odaliscas y los cocineros y los handies y las credenciales plastificadas. De este otro lado, pequeños camarines. En uno de ellos, sentado, esperando su turno –las puertas bien cerradas– hay un hombre de traje. Hay poco ruido y poca gente. El hombre no sabe (seguro no lo sabrá nunca) que casi en el mismo lugar donde está ahora sentado, hace unos treinta años había una vieja báscula, accionada a pesas de metal. Y que en esa balanza se pesaba, entre tantos otros, Carlos Monzón.
No puede saberlo ese hombre sentado a una silla en las entrañas del Luna Park esperando su turno para salir rumbo al estadio.
El hombre se llama Mike Tyson. Odia que lo llamen Iron.
El domingo 6 de noviembre el Luna Park fue alquilado para una fiesta particular. Cuando todo hubo terminado, a eso de las ocho de la noche, un ejército de quinientas personas invadió el recinto. Trabajando contrarreloj, ubicaron las 13 cámaras, armaron los dos escenarios principales y montaron los otros tres –casi colgados de las populares de Lavalle y Corrientes y de la pullman que da a Bouchard–, ya que allí deberían actuar, en vivo, Los Ratones Paranoicos, La Bersuit y Los Piojos. Cuatro gigantescas pantallas, más rayos láser para una enorme red de luces, convirtieron al Luna Park en “el estudio de televisión más grande de Sudamérica”, como decía la propaganda. No era para menos, ya que un día más tarde, puntualmente a las 21, comenzaría el último envío de “La Noche del 10”, el programa número 13, conducido por –¿quién si no?– Diego Maradona junto a Sergio Goycochea. A las seis de la tarde, mientras había corridas para aquí y para allí, Diego, de remera y jean negros, apareció para ver todo mientras Pablo Codevilla le daba algunas instrucciones. Un cámara fue registrando el momento. Entonces Diego, atento a todo, lanzó una gruesa voluta de humo tras ponerse de frente a un haz de luz. El efecto debe haber quedado bárbaro.
Para esa hora, o sea a la tardecita del lunes 7 de noviembre, Mike Tyson ya había estado en uno de los lugares de Buenos Aires que deseaba conocer: una villa miseria en el barrio de La Boca. También paseó por Caminito y se llevó un curioso cuadro, de doble faz. De un lado, Monzón pegándole a la bolsa; del otro, haciéndole un guiño a Bennie Briscoe. Tyson llegó a Buenos Aires a las 9 de la mañana de ese día y una de sus primeras preguntas fue: “¿Dónde está la tumba de Carlos Monzón?”. Cuando se le confirmó que era en Santa Fe, aceptó que no había tiempo material de ir.
Acompañado de dos amigos y un custodio, Tyson quedó encerrado en su camarín del Luna Park mientras el show de Diego iba en aumento. Tal vez nunca supo que su aparición, que sólo duró unos diez minutos, sirvió para que el programa alcanzara su máximo pico de audiencia con 31,5 puntos de rating.
Para ese tiempo, El Gráfico ya llevaba varias horas, desde el mediodía, acechando la posibilidad de un encuentro. Junto al colega Eduardo Bejuk compartimos la vigilia. “Salió”. “Ahora vuelve”. “Guarda, hizo lío y lo pusieron en cana, quizás ni venga”, fue el último chimento, escuchado en el Luna a eso de las nueve de la noche. Esteban Livera, el sobrino de Tito Lectoure, rastreó en la comisaría 22a. y volvió, aliviado. “No hay nada, nada”. Poco después, Tyson estaba instalado en el Luna. Algo quedaba en claro. El martes sería vital, pues aunque nunca nadie sabe qué puede hacer Tyson –se decía que tenía pasaje abierto, para irse cuando quisiera, se decía que quería ir a Chile, se decía que...–, lo cierto era que todo indicaba que ese sería su último día en la Argentina. Cuando hubo terminado su participación en el programa, Tyson se deslizó por una breve puerta que da a la avenida Madero, pero fue inútil. Más de veinte personas que no habían entrado al estadio lo divisaron y se le fueron encima. Mañana será otro día. Hasta mañana.
Y el martes, a eso del mediodía, desapareció de nuevo. “Tiene que ir a la embajada, por un trámite”, fue la información. Y, como cuando se está de guardia se está de guardia, elegimos un par de sillones ubicados justo frente a los ascensores. Al menos, estábamos cómodos, aunque algunos controles del Hotel Intercontinental –Moreno y Piedras– miraran con desconfianza... Finalmente llegó y terminamos en su habitación, como se narra en el recuadro aparte...
La suite tiene colores ocres apagados. En el frente, un Sony de 20 pulgadas. Un gran sillón enfrente, otros dos a los costados –uno para Bejuk, el otro para nosotros–, una mesa ratona llena de papeles y de controles remotos, el sillón grande para él. Y, a sus espaldas, sus amigos, que durante todo el rato que duró la charla –una hora aproximadamente– no pararon de hablar por teléfono.
–Bueno, ¿dónde están los grabadores?
–No tenemos.
–¿No tienen grabadores, cómo puede ser?
–Somos de la vieja escuela, Mike.
–Bah, sin grabadores después publican cualquier mierda... Bueno, pero esto es apenas una charla, ¿no?
–Una charla. Y queremos empezar por el Che Guevara, porque no fue mencionado en tu conversación con Diego...
–El Che, sí. Buen tipo, Diego, ¿no? Digo, apenas lo vi noté que somos iguales, que venimos de la pobreza, que tenemos los mismos orígenes. El Che también estaba junto a la gente pobre, por eso lo admiro... Sólo el que conoció la pobreza sabe lo que es eso... Estos que están atrás de mí, mis amigos... No entienden nada, ¿se dan cuenta? Ellos no sufrieron, no saben lo que es. Maradona lo sufrió. El Che luchó por esa gente. Yo lo admiro, lo admiro mucho al Che Guevara. El era asmático de chico, yo fui asmático de chico. El... parecía tan frágil físicamente, ¿no? No parecía un hombre fuerte, pero era... ¡un gigante, eso era, un gigante!
–Mike, te vi en algunas peleas, yo estuve en Manchester cuando...
–Pavadas, mierda, no me interesa eso, nada de eso, eso pasó.
–¿Nunca más?
–Nunca más, ya no boxeo más. Basta. Ya fue. No quiero hablar de mí como boxeador, eso ya pasó. La fama es muy difícil de manejar, imposible. Supongo que a Diego le pasó igual. Uno... viene muy de abajo, muy de abajo... a mí, en algunos países, han llegado a tratarme como un rey. ¡Cómo un rey, imagínense! Bueno, eso ya pasó, no más boxeo, nada.
Repantigado en el sillón, vestido con la camiseta que Diego le regaló la noche anterior, con los brazos desnudos y una gran sonrisa, lejos está de ser, como alguna vez lo bautizaron, “el hombre más malo del planeta”. Por el contrario, luce relajado y sonriente.
Le mencionamos a Monzón. Y le decimos que entre él y Monzón hay una gran similitud: los dos salían a destruir al rival, no a boxear...
–Sí, eso puede ser. Yo...
Se para, se va hacia un rincón, la voz finita y chillona parece tomar otra coloratura; ya no habla en voz baja...
–Yo... era un tigre... –y se encoge, replegando su cuerpo como un tigre–. Era un tigre, salía agazapado, dispuesto a pegar zarpazos, zarpazos, para destruir las piernas del otro, los brazos, lo que fuera, zarpazos –tira uno y casi lo parte en dos a Bejuk quien, prudentemente, estaba tratando de despejar el área–, zarpazos de demolición, de destrucción... Monzón, en cambio –ahora yergue el cuerpo, imitando a Carlos–, era muy frío, muy alto, más alto que yo, ¿no? (sí, tiene razón, Carlos medía 1,82 m y él 1,80) y de brazos muy largos pero, ¡por Dios, hombre! Te iba destruyendo, lastimaba con cada golpe, era tremendo, un hijo de puta total, extraordinario.
–El odiaba a sus rivales, decía que les querían robar el pan de sus hijos.
–Bueno, de eso se trata, yo pensaba igual, un rival era un enemigo y lo odiaba. Pero también... Yo admiraba a Monzón, él fumaba en público y ponía caras cuando fumaba, ¿vieron? Cerraba los ojos por el humo y miraba a los costados y se encerraba en lo suyo, él fumaba y ponía una cara... Yo... no puedo fumar en público, me cuesta mucho... ¿Tenés un cigarrillo?
Le convidamos uno y de paso prendemos otro para nosotros. El clima se hace más confidencial.
–En las películas de Hollywood, los malos son los que fuman.
–Sí, eso es cierto...
–Y a los malos se los recuerda más, como al Guasón de Batman, digo, vos siempre fuiste el Malo...
–Eso es cierto. Perdón, ¿ustedes son cristianos? ¿Creen en Jesús? –Mira a los dos lados con tanta velocidad que uno siempre siente que lo está mirando solamente a uno.
–Sí...
–Bueno, Jesús fue el Hombre Malo.
De pronto, ha pasado a ser de ese tigre salvaje y rugiente a un hombre reposado y tranquilo, da la sensación de que este tema le gusta más y se acomoda en el sillón.
–Jesús predicó cosas en su momento que lo convirtieron en el villano, por eso fíjense que lo persiguieron. El echó a los fariseos del templo, ¿no? Digo, para el imperio de ese tiempo, o sea para el establishment, era un tipo peligroso, decía cosas peligrosas como ésas de que todos éramos hermanos, todos éramos iguales. Por eso digo que era un tipo malo en su tiempo, por eso lo crucificaron. Hoy las cosas siguen igual. En América –cuando dice América se entiende, lo dice por su país–, la gente corre por el confort, por el dinero, por tener cosas y se olvida de la familia, de la ternura, todo pasa por la plata...
–Los norteamericanos no se abrazan como nosotros, los latinos, ni besan a sus niños.
–Exacto. Nosotros, ustedes, nosotros, estamos más cerca, tenemos los mismos sentimientos. A nosotros nos trajeron en barcos, como mercadería. A ustedes, los latinos, los originales, les robaron todo. Los que llegaron a Colombia les pedían el oro a los caciques y ellos se los daban, para ellos el oro no valía demasiado, para los conquistadores valía muchísimo y le sacaron todo. Estamos mucho más cerca de lo que parecemos.
–¿Te gusta vivir en tu país?
–No... la verdad no; todos me ven como un tipo malo, es como decir que si yo soy malo todos los negros lo son, como si un latino fuera malo y yo dijera que todos los latinos son iguales, ¿qué pensarían ustedes? No... me gustaría vivir... No sé, tal vez en Europa, tal vez en algún lugar de Latinoamérica, no me gusta mi país, esa es la verdad.
–¿Ni Nueva York, tu ciudad?
–No... Nueva York cayó más que ninguna en eso de que importa el confort más que otra cosa.
Ha llegado un breve consomé de camarones, que irá comiendo con ruido y sin apuros. Atrás uno de sus amigos le dice que “llama Coco...” El se da vuelta y se ríe: “¿Coco? Bueno, si quiere venir Coco que venga, que venga rápido...” El amigo le agrega: “Coco... es el agente de viajes”. Entonces comienza a reírse como si fuera un chico, se ríe con todo el cuerpo, salta en el sillón y se palmea la cara: “Un agente de viajes... ¡Mi Dios! Nosotros le decimos Coco a las chicas, y aquí es un agente de viajes... Yo pensaba que llamaba alguna chica para pasar un rato y es un agente de viajes... por Dios!”.
Y se ríe, Tyson, quien luego confesará que odia que lo llamen Iron, porque es “un apodo de delincuente, pero tanto lo repitieron que ya está...” Y se ríe de la confusión de Coco –le explicamos que aquí Coco es un mote masculino–, y nosotros aprovechamos para hablar algo más de boxeo.
–¿A quién más conocés además de Monzón? Del boxeo argentino, se entiende.
–Pérez, Pascual Pérez. ¿En qué año fue campeón olímpico, en 1952?
–No, en 1948.
–Ah, cierto. Bueno, ése fue muy bueno; otro que fue muy bueno fue Firpo, él peleó con Dempsey, lo tuvo fuera del ring... ¿Cuándo fue, 1923, 1924?
–Fue el 14 de septiembre de 1923, aquí es el Día del Boxeador. ¿Bonavena?
–Era muy fuerte, hizo una muy buena pelea con Alí. Del que me acuerdo es de Gustavo Ballas, ése boxeaba muy bien.
–Es curioso que lo conozcas, Ballas fue un muy buen boxeador, pero tuvo un reinado corto, muy breve.
–Yo, de boxeo, sé todo...
Habrá que decir que Mike Gerald Tyson fue pupilo de Cus D’Amato desde la niñez –luego Cus se transformó legalmente en una especie de padre adoptivo, ya que Mike prácticamente careció de padre– y que luego pasó a ser boxeador de Jim Jacobs y Bill Cayton. Este último poseía una extraordinaria colección de películas históricas de boxeo y Mike se pasaba horas viendo a los viejos guerreros. Su otra pasión, por entonces, eran las palomas. Empezó a criarlas de niño. Entonces era un gordito que usaba anteojos y hablaba mal. Un día un chico del barrio le retorció el pescuezo a una de sus palomas, y Mike se convirtió en un animal salvaje que le dio una tremenda paliza al chico. Nunca más lo llamaron Gordito: “Entonces me hice boxeador, porque era gordo, petiso y negro, no tenía altura para otra cosa que no fuera boxeador”, dice. Le recordamos lo de las palomas.
–Sí, sigo teniendo palomas. Y tigres, tengo seis y a veces juego en la cama con ellos. Durán tenía un león. Amo a Durán. La primera vez que lo vi fue cuando peleó con Davey Moore en el Madison e hice fuerza por él, aunque mis amigos no entendían por qué gritaba por un latino. Durán es extraordinario, yo quiero mucho a ese hombre.
–Da la sensación de que no te gusta el boxeo.
–Al menos, lo que yo hice es pasado y pasado está.
–Pero te darás cuenta de que estás entre los más grandes.
–No me interesa. Este Tyson, el de las fotos de las peleas, ya no existe más. Yo fui famoso, es cierto y tal vez lo sea aún; a veces andaba con 45 centavos en el bolsillo y todos creían que yo era rico. No necesito del dinero ahora, sólo lo necesario. El boxeo es el pasado.
–¿Hasta para nombrar tu mejor golpe?
–La derecha, la derecha, así...
Y entonces, tras alzar el puño derecho a la altura del hombro, proyecta esa tremenda derecha, más en directo que en cross, la misma con la que terminó a tantos y tantos rivales, a algunos en sólo cuestión de segundos.
–¿Puede ser tan fácil olvidar algo como el boxeo, con todo lo que te dio?
–Pero allá está, sepultado. Es parte del pasado. Es el pasado. Ya no más. Ahora puedo decir que soy un hombre feliz.
Despues de todo, fue más fácil de lo esperado. Ese martes, Tyson regresó a su hotel a eso de las 14. Entonces, a la carga Barracas con la más vieja de las mentiras: “Son quince minutos, Mike, no más”. La respuesta fue una pregunta: “¿Locche era welter junior? ¿Cuántos años tenía cuando murió?”. Le respondimos y él, casi tan rápido como se cuenta en contarlo, dijo: “Vamos a la habitación”. Allí quedamos en el ascensor, mientras él salió hablando de Miguel Cotto. “Vino a la Argentina, ¿para qué vino?”. Le contamos que era hincha de River. “Dicen que va a pelear con (Floyd) Mayweather, pero le falta todavía”. Llegamos. Habitación 1911. “Entren”. Entramos, le preguntamos si podemos llamar a los fotógrafos. “No, no hay fotos”, dice. Ni imperativo ni terminante. Lo suficiente como para que no hubiera más discusión sobre el tema.
Por Carlos Irusta
Fotos: Eduardo Sarapura.