¡Habla memoria!
Ermindo Onega, el ídolo que llegó tarde
El Ronco dividió las opiniones en el fútbol argentino de los sesenta y fue uno de los grandes talentos de la época, pero ni en River ni en el exitoso Peñarol pudo gritar campeón. Con la Selección ganó la Copa de las Naciones en 1964. La historia de un crack inoportuno.
El Ronco en el arco Monumental. Fue ídolo pero no logró el título.
Onega nació en Las Parejas, Santa Fe, en 1940. Se inició en la liga local y a los 17 años llegó a River para jugar en Reserva a las órdenes de Renato Cesarini. “Onega arranca y hace un surco en la cancha”, decía el maestro. Luego del frustrado debut, el Ronco jugó poco en las temporadas siguientes y con la llegada del brasileño Delém, en 1961, perdió su lugar como centrodelantero y tuvo que correrse a la derecha.
Para entonces, el estilo de juego de Onega ya era materia de encarnizadas discusiones. Sumado a ello, a él le jugaba en contra su pasado en las inferiores del club, que se habían devaluado mucho tras el Desastre de Suecia y las salidas de Pipo Rossi y Labruna. El fútbol argentino, en su febril obsesión por la extranjería, buscaba esconder los fracasos detrás de contrataciones altisonantes de figuras de otros países. “Al jugador de afuera se le tolera todo –declaraba por aquellos años–, y se lo aguanta una temporada íntegra aunque juegue mal. Hay que justificar la inversión, y entonces hay que esperarlo porque el hombre debe pagar el derecho de piso. Al jugador de la casa no se lo espera. No le perdonan la menor falla”.
Con Enrique Omar Sívori, quien se fue a jugar a la Juventus de Italia apenas Onega debutó en Primera.
Juvenal dedicó muchas columnas al “Caso Onega”, como llamaba a la disputa que generaba el delantero, e incluso en una oportunidad, en 1963, cuando por fin el Ronco se había ganado la titularidad en River, publicó en El Gráfico un decálogo de “lo que debe hacer Ermindo” y otro de “lo que no puede hacer Ermindo”. En ellos, además de destacar la potencia, buena pegada y el letal pique corto del delantero, intentaba explicar que sus detractores veían en él una falencia: no podía sentirse ganador. Eso lo convertía en un jugador de rachas, con lagunas y altibajos que polarizaban las posturas del público. “Su caso es tan contradictorio –escribió– que para él no existen términos medios. Es un crack o un desastre. Cuando anda bien es el más talentoso de Argentina. Cuando le toca andar mal es considerado ‘el cáncer de River’”.
Junto a otra figura de la historia millonaria, Oscar Mas.
Argentina ni siquiera iba a formar parte del torneo. El apuntado era Alemania, pero no pudo viajar y la baja de último momento obligó a los organizadores a convocar a la Selección. La AFA llamó a José María Minella, que eligió a los jugadores entre gallos y medianoche. El plantel combinó el fogueo internacional de figuras renovadas como Luis Artime o el propio Onega con el regreso de Amadeo Carrizo, José Varacka y José Ramos Delgado, integrantes del equipo de Suecia 1958.
El Ronco define ante la salida desesperada del arquero suizo en el Mundial de Inglaterra 1966.
La Copa de las Naciones parecía haber quebrado el maleficio del Ronco, pero en enero de 1965, en Chile, protagonizó una situación peligrosa. En un hexagonal amistoso, Onega chocó cabezas con Oscar Montalva, defensor de Colo Colo, y sufrió traumatismo de cráneo y fisura de peñasco. Estuvo diez días internado y se llegó a temer por su vida. Cuando su salud se estabilizó, un problema en un oído puso en riesgo su audición, y por último se especuló con que quizás no pudiese volver a jugar. Finalmente, Onega regresó tres meses después, pero la historia volvió a repetirse. River, dirigido por Cesarini, cedió ante la presión de Boca y cosechó un nuevo y doloroso subcampeonato.
Charla en el Monumental con Ángel Labruna, a quien tuvo de técnico en River, aunque hubiese preferido compartir delantera con Angelito durante sus años de gloria.
Con la Selección, jugó el Mundial de Inglaterra y fue la figura del equipo, que en el debut superó 2-1 a España. Volvió loco a Luis Suárez, ganador del Balón de Oro y referente del Inter de Helenio Herrera, y eso motivó a Helmut Schon, entrenador de Alemania, a sacrificar a un tal Franz Beckenbauer en la marca personal del Ronco. Ninguno de los dos pudo tocar la pelota en el segundo partido del Grupo 1 y el resultado terminó en un 0-0 inevitable. En el cierre de la primera ronda, Argentina se cruzó con Suiza, y Onega hizo el segundo gol en el 2-0 que había abierto Artime. Con ese triunfo, avanzó hacia los cuartos de final donde esperaba Inglaterra. La historia es conocida: la ingenuidad de la Selección fue aprovechada por un impresentable árbitro alemán que expulsó a Rattín, y con la ventaja numérica, los locales sacaron una mínima diferencia. Fue el amargo cierre para un equipo del que se esperaba poco y que sobre la marcha demostró que hubiese podido llegar más lejos.
En 1968 la sequía seguía asolando a River, que perdió la semifinal del Metropolitano contra el San Lorenzo de Los Matadores, y en el Nacional definió su suerte en un triangular con Racing y Vélez. Contra el Fortín, el árbitro Guillermo Nimo no vio una clarísima mano de Luis Gallo, que despejó sobre la línea un cabezazo de Jorge Recio que tenía destino de gol. Por derecha o por izquierda, River siempre se quedaba sin nada. Y Onega también.
Con su hermano Daniel y algunos trofeos de River.
Tras su salida del Fortín dejó el profesionalismo y se dedicó a jugar partidos amistosos con el Equipo de las Estrellas. En 1975, no obstante, regresó al fútbol en Deportes La Serena de Chile, y se retiró definitivamente en 1977. Sus últimas fotos como futbolista son con la camiseta de Renato Cesarini, el club que fundó junto a Solari, Artime y su hermano Daniel. Viajaba una vez por semana a Rosario a reclutar promesas y conocía de memoria la Ruta 9, tanto que se confió y a la altura de Lima su auto volcó y él salió despedido. Murió pocas horas después en el hospital, a los 39 años, el 21 de diciembre de 1979.
Discutido, admirado, lagunero, inolvidable. Onega fue un crack inoportuno, un ídolo que cometió el error de llegar siempre tarde.
Por Matías Rodríguez / Fotos: Archivo El Gráfico
Nota publicada en la edición de enero de 2016 de El Gráfico