El primero en salir es Derek Fisher, sin la vincha en la cabeza. Lleva una bolsa de nylon, de esas de supermercado, con tres cajas de telgopor adentro. Son tres doggy bag en las que se llevan los restos del almuerzo que preparó el cheff del equipo. Se sube a su Lexus blanco y deja las instalaciones del complejo Health South Training Center, en El Segundo, donde durante cuatro horas se entrenaron los Lakers. Es el primero en traspasar el portón de rejas de dos metros de alto que separa el mundo de la NBA, o al menos el lugar que les toca a los Lakers, del de la vida mundana. Son las 12.30 del mediodía. Se sufren los casi 30 grados de sensación térmica y no hay muchos lugares con sombra donde refugiarse del calor desértico. Pero los fans, unos treinta, tal vez los únicos decididos a soportar el tráfico siempre excesivo en las autopistas de Los Angeles, llegaron temprano y esperan con libretas, camisetas y algunos hasta con pelotas de básquet en la mano que salgan sus ídolos para pedirles un autógrafo. Esperan en vano porque ninguno de los jugadores detendrá su auto. Con suerte, lo único que obtendrán de alguno de ellos será una sonrisa o un gesto de adiós con la mano y ya está. A lo mejor alguno con muchísima suerte, ayudado por alguna fuerza superior, se vuelva a su casa más que satisfecho por haber escuchado de la boca de Shaquille O’Neal un: “¡What’s up, man!” (“iQué onda”!) si es que la estrella del equipo dejó su ventanilla baja antes de prender el aire acondicionado de su carroza.
Es que los Lakers se convirtieron en algo sagrado y con la suma de campeonatos han ganado más popularidad que muchas de las estrellas de Hollywood. Hoy en día, para conseguir un autógrafo de alguno de los tricampeones hace falta acomodo además de perserverancia. Ser el novio de alguna recepcionista por ejemplo o familiar de algún empleado de limpieza puede hacer la diferencia. La otra opción, aunque bastante más cara, es pagar 4.516 dólares la temporada para sentarse en las butacas que bordean el pasillo por donde salen los Lakers a la cancha en el Staples Center. En ese caso, si el milagro se produce, uno podrá chocar las palmas con cualquiera de los jugadores. Incluso, hasta con el técnico Phil Jackson, si el partido terminó con triunfo y por goleada, algo no demasiado infrecuente en los últimos años.
El lugar –ubicado en las afueras de Los Angeles–, donde también se entrenan los Clippers, las Sparks –básquet femenino– y los Kings –hóckey sobre hielo– parece la casa de las madres de los jugadores. Por todos lados hay recuerdos de sus hijos. Camino a la cancha de básquet, hay que subir y bajar escaleras, doblar a la izquierda primero y después a la derecha, y volver a subir y bajar más escaleras (por suerte está todo señalizado con carteles y flechas que dicen Práctica de los Lakers y Sala de Conferencia). Absolutamente todas las paredes de los pasillos están cubiertas con cuadros –60 x 40 cm– de las estrellas de los equipos de la ciudad. Fotos viejas, de los inicios de los Lakers con Jerry West, y de la época de oro de Magic Johnson. Y las más actuales, las de Kobe Bryant y Shaq que abundan. Fotos impactantes como una de Kobe volando por el aire, con la pelota en la mano para convertir capta la mirada de cualquiera que pase por delante, incluso la de aquellos que hace tiempo trabajan en el lugar.
En patota salen ahora Samaki Walker, Robert Horry, Devean Geroge, Lindsey Hunter, Mark Madsen, Brian Shaw, Medvedenko, Phil Jackson y su séquito de asistentes. Se saludan entre ellos y sin dar demasiadas vueltas se van. La reja se vuelve a abrir. La gente se entusiasma. Ninguno detiene su auto, pero no se rinden. Todavía falta que aparezcan Shaq y Kobe, los favoritos. Una hora, una hora y media más tal vez, el tiempo de espera es impreciso. Qué hacen adentro nadie lo sabe. Terminan de almorzar, o están retrasados en la sesión de masajes, quién puede decirlo. A lo mejor simplemente están charlando, definiendo cuándo van a sacar un CD de rap juntos –Shaq ya tiene cinco y Kobe uno circulando por las disquerías–. Lo que pasa adentro es una incógnita. Una vez que Phil Jackson da por finalizado el entrenamiento, la prensa debe retirarse de la cancha, los jugadores se meten por una puerta que da a los vestuarios y hasta que no salen al estacionamiento a buscar sus autos no se les vuelve a ver la cara.
Pueden pasar dos horas, tres, o más, depende de cada uno. “Enseguida los tenés afuera, dale unos minutos más,” es la respuesta comodín de los hombres de seguridad. Sus caras son tan familiares como la de los mismos jugadores. Es que algunos son los mismos que están dentro del estadio –30 agentes de seguridad rodean la cancha y las tribunas– los días que hay partido. Vestidos con pantalón negro y saco rojo, con el handy colgado del hombro derecho y el auricular en el oído. Es como estar en el Staples, esperando que Shaq y Kobe salgan a la cancha con los brazos en alto, saludando a la gente, mirando a las 18.997 personas –capacidad máxima del estadio en el que los Lakers hacen de local– paradas en las tribunas. Pero es diferente. En el complejo donde se entrenan todo es silencio y pulcritud. No está la voz del estadio ni las imágenes en las pantallas gigantes –colgadas arriba de la cancha– que le indiquen al público qué es lo que tiene que hacer. Gritar cuando aparece el cartel de “hagan ruido” y gritar más fuerte cuando se lee “no se escucha, más fuerte,” en la pantalla. Acá, en El Segundo, casi no hay público.
Allá, en el centro de la ciudad de Los Angeles, la gente se deja llevar por el espectáculo en sí mismo más allá de los resultados parciales del partido. Van al estadio a ver un partido de los Lakers y a divertirse. Hacen sociales, se codean con famosos como Dustin Hoffman, Brad Pitt, Jack Nicholson –asistencia perfecta a todos los partidos–, Pete Sampras –casi siempre abucheado por el público por su escasa simpatía–, Salma Hayek, Silvester Stallone, y varios más. Van disfrazados, dispuestos a reírse de ellos mismos con tal de ganarse el premio –un teléfono celular– al mejor hincha. Ir a la cancha es comer y beber mucho, donas (rosquillas, al decir de Homero Simpson) y cerveza, sobre todo. Es quedarse esperando 20 minutos dentro del auto con el motor apagado para poder salir del estacionamiento porque las calles están cortadas y las subidas a las autopistas congestionadas, y no protestar. La cancha queda indefectiblemente cubierta de serpentinas, vasos de cerveza, pochoclo, carteles amarillos en los que se lee Go Lakers en violeta cuando terminan los partidos.
En el gimnasio de práctica, en cambio, una cancha igual a la del estadio pero con seis aros, si a uno no le dicen que los Lakers estuvieron entrenándose, no sospecharía jamás que la cancha fue utilizada ese mismo día, apenas minutos antes. No hay rastros de ellos. Lo único que hay son pelotas gigantes de colores violetas, verdes y amarillas para hacer elongación y a un costado, una heladera tan llena como ordenada de botellitas de Gatorade y agua mineral. Mirando hacia arriba, como en un segundo piso, en el borde de una ventana de una de las oficinas de prensa que da a la cancha se distinguen seis de los 14 trofeos que llevan ganados los Lakers.
Los minutos de espera se convierten en una hora y media. Es el turno de Shaq. El gigante de 143 kilos y 2,16 metros agacha la cabeza en un gesto mecánico para pasar por la puerta. Lo espera su primo Andrew, asistente personal de Shaq, chofer, el que le atiende el celular, le lleva el bolso, el clásico che pibe argentino pero del Primer Mundo; tambien Rudy Mendoza a quien Shaq saluda con una palmada en la espalda. Rudy es el muchacho que se encarga de lavarle el auto cuatro veces por semana a él y al resto del equipo, excepto Kobe. Le entrega las llaves del Ford Caprise y Shaq se tira, literalmente hablando, de cabeza adentro del auto. Es que no hay forma de que entre de otro modo. Primero mete la cabeza y el torso y se estira hasta el asiento del conductor, después apoya las caderas en el asiento y por último acomoda los pies. Recién entonces, Andrew se ubica delante del volante. “Verlo subir a la Ferrari (tiene una roja y una gris) es un espectaculo aparte”, revela Rudy y se echa a reír. Nacido en los Estados Unidos, pero de familia mexicana, Rudy se gana la vida cobrándoles a los jugadores 40 dólares la lavada. Además, recibe 20 dólares de propina que le deja Shaq, el único generoso del equipo, como lo llama él. Diferente a Shaq es Kobe, quien por nada del mundo deja que alguien le toque su Ferrari negra. Prueba de ello es que si bien llama la atención –estamos hablando nada menos que de una Ferrari– no reluce como los autos del resto de sus compañeros de equipo. Sin detenerse a hablar con nadie, con paso acelerado sale Kobe y se sube a su máquina. Y aunque el portón de rejas esté a tan sólo 30 metros de distancia, acelera la Ferrari a fondo y la hace rugir. Una vez más, el astro de los Lakers se hace notar, como lo hizo durante la práctica cuando frente a los medios –tienen permitido presenciar la última media hora– hizo malabares con la pelota y sonrió a cámara.
Se hicieron las tres de la tarde. El último en irse, como siempre, es Rick Fox. Tarareando “I can‘t get you out of my head” de Kylie Minogue, la misma que cantó en el entrenamiento mientras practicaba los tiros libres –es una de las canciones que bailan las Lakers Girls (las porristas oficiales) en los entretiempos– se sube a su Mercedes 4x4 y deja el complejo. El encargado de abrir y cerrar el portón ya no controla tanto. No tiene por qué. No quedan hinchas en la salida. La reja se cierra. Desde afuera del complejo, todavía se ve algún movimiento. Rudy Garciduenas, el utilero, carga en su camioneta las bolsas llenas de toallas y camisetas para llevarlas al lavadero. El personal de seguridad hace el cambio de turno. Termina otro día de práctica. Para los Lakers, los flamantes tricampeones.
Por Gisela Pérez Perpiñal (2002).
Fotos: Fernando Rodríguez.