"La victoire appartient au plus opiniâtre"
"The victory belongs to the most tenacious"
La historia mantiene una tendencia casi lineal a lo largo de los tiempos: cada imperio de los distintos tiempos, por más imponente que pareciera, algún día perdió la hegemonía. Para toda autocracia siempre existe una batalla final. Incluso la hubo para Napoleón Bonaparte, aquel mítico emperador que supo convertir a Francia en la mayor potencia militar de su época.
El epílogo para aquel poderío inabarcable tuvo origen el 26 de febrero de 1815, cuando Napoleón abandonó el exilio forzado, dejó la isla de Elba y emprendió el retorno a Francia. Llegó a París el 20 de marzo, una semana después de que el Congreso de Viena, que estaba reunido en simultáneo, se declarara en su contra.
En ese momento se produjo el nacimiento de la Séptima Coalición, la última alianza militar de las potencias europeas para luchar contra Napoleón, formada por Rusia, Reino Unido, Prusia, Austria, Suecia, España, los Países Bajos y algunos estados alemanes. Aquel tiempo inició el período de los Cien Días y el principio del fin para el ejército napoleónico.
El ocaso del reinado del emperador francés llegó en Waterloo, en la actual Bélgica, a una distancia de apenas veinte kilómetros de Bruselas. La Batalla de Waterloo, el 18 de junio de 1815, sentenció el final de Napoleón, quien fue obligado a abdicar y debió exiliarse a la isla Santa Elena hasta su muerte en 1821.
Para todo Napoleón, entonces, hay un Waterloo. Pero Roland Garros jamás será un Waterloo para Rafael Nadal, un emperador del deporte contemporáneo que ya atravesó todas las edades pasadas y trascenderá las futuras. Podrá perder partidos pero jamás cederá la hegemonía, el dominio de un déspota del tenis, la supremacía de la mente más poderosa de la historia del deporte, en las dimensiones de una amplia cancha cuyo estadio, legendario Philippe Chatrier, le pertenece. Allí, por más condiciones que haya en contra, jamás abdicará.
Ni los casi 36 años; ni las interminables lesiones que sufrió desde que se convirtió en profesional; ni las molestias de una dolencia crónica en el pie izquierdo; ni las cualidades incomparables de Novak Djokovic, el mejor tenista de los últimos diez años y, con gran probabilidad, de todas las épocas; ni las modernas condiciones para jugar de noche en París. Nada, al parecer, puede con el despliegue de un tenista sin igual.
El partido que ganó este martes bajo las estrellas en el Bois de Boulogne, un partido que englobaba características espirituales, habrá tenido tintes antológicos. El choque de astros contra Djokovic, el único que pudo ganarle dos veces en ese inexpugnable recinto, ponía en juego mucho más que los puntos para el ranking y el pasaje a la siguiente instancia en un torneo de Grand Slam. Que nadie se confunda. el partido que Nadal le ganó 6-2, 4-6, 6-2 y 7-6 (4) a Djokovic, en casi cinco horas de disputa, no tuvo rango de final pero, en términos abstractos, excedió ese nivel.
La final de las finales, en plena disputa por la historia, en la porción final del dominio del binomio, quedó en manos del español, trece veces campeón en la tierra de Napoleón y 21 veces ganador en torneos de Grand Slam, una cifra que buscaba alcanzar esta semana el mismísimo jugador serbio.
"La victoire appartient au plus opiniâtre", se lee en una de las tribunas del estadio Philippe Chatrier. Enfrente, en la otra porción lateral, puede verse: "The victory belongs to the most tenacious". Aquel aforismo fue atribuido al propio Napoleón y utilizado luego por Eugéne Adrien Roland Georges Garros, el mítico aviador caído en combate durante la Segunda Guerra Mundial que decidió reflejar esas palabras en las hélices de su vehículo. "La victoria pertenece a los más obstinados", reza la traducción. Napoleón y Roland Garros, como cada poderío de la historia, tuvieron un Waterloo. Pero no hay ni habrá derrota napoleónica para Rafael Nadal, el deportista más obstinado de todas las épocas.
Imagen de portada: Matías Di Julio
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