Eternos gladiadores del boxeo
Sólo unos pocos se metieron en la historia y la admiración general. Son los que, más allá de los títulos, se jugaron la vida en peleas inolvidables.
Unos días antes de la noche en que Andrew Golota decidió bajarse del ring frente a Mike Tyson se produjo una muerte en el boxeo. Al revés de Golota, que midió el riesgo, un joven de 25 años, Bobby Tomasello, dejó hasta el último aliento frente a Steve Dotse en Boston. Y no es un juego de palabras, porque dejó el aliento y murió tras la pelea, un 25 de octubre al mediodía. Tomasello, con un gran coraje, aguantó un duro castigo, terminó de pie y sufrió un colapso en los vestuarios.
“¿Cómo enjuiciar a un boxeador que, sintiéndose mal, decide irse?”, nos preguntó en Las Vegas el mexicano Rafael Mendoza. El descubridor de Pipino Cuevas metió el dedo hasta el fondo de la llaga: “Un boxeador es un hombre. Y si siente en su corazón que llegó hasta el límite, ¿cómo se lo podemos reprochar?”.
Tomasello, como los gladiadores, se jugó la vida y la perdió; Golota decidió irse del ring. ¿Es humano tratarlo de cobarde?
En este contexto, se puede ser campeón sin ser un héroe o viceversa. Hubo campeones que no precisaron del diploma heroico y hubo héroes que nunca llegaron a ser campeones de nada. No estaría mal repasar el concepto de héroe como aquel que es capaz de emprender con valentía empresas muy difíciles o riesgosas
Ser héroe no sólo significa traspasar los límites de la inconciencia, tapados por ese escudo engañoso llamado valor y (más meritorio) superando al miedo, sino también ser, como todo héroe, amado por la gente. Mike Tyson es, para muchos, un héroe. Sin embargo, ¿cuántos actos heroicos tiene encima? Quizás ninguno. Tyson tuvo al menos una situación límite, al borde de la histeria y la locura. La noche en que Evander Holyfield lo llenó de cabezazos, palancas y empujones para demostrarle que no le temía, Tyson terminó respondiendo en forma primitiva: mordió dos veces en las orejas a su rival y perdió por descalificación. El héroe convertido en villano. Sólo cuando se está ante la adversidad se muestra la verdadera madera.
La noche en que Eduardo Lausse, un formidable peleador de los años cincuenta, se midió con Tiger Jones en Nueva York, se enfrentó con el más formidable de los rivales: su propio coraje para sobreponerse ante el dolor. “Yo estaba cortado, no veía nada, estaba bañado en sangre”, recordó una vez. “Y cuando el doctor venía a revisarme, yo miraba para el otro lado, pidiéndole en inglés, como podía, que me diera un round más, sólo un round más. Por suerte el médico, el doctor Vincent Nardiello, había jugado plata en mi contra. Y, aunque todos lo sabían, él juró que la apuesta no le cambiaría la opinión. Mentira. Se sintió obligado a darme un round más. Y gané por puntos. Me dieron veinte puntadas y, cuando me miré en el espejo, me puse a llorar. ¿Cómo me dejaron llegar a esto?, me preguntaba yo. Pero igual había ganado.”
Otro que también lloró ante el espejo fue Jorge Castro después de ganarle a John David Jackson en Monterrey, en diciembre de 1994. Malamente cortado, abajo en las tarjetas y ya con la promesa del médico de pararle la pelea, Castro sacó lo que él llamó “La mano de Dios” y logró en el noveno round lo que parecía imposible. Lo tiró tres veces a Jackson y retuvo su título mundial mediano. “Debe haber sido una de las pocas veces que lloré en mi vida, pero viéndome la cara, no pude hacer otra cosa”, confesó El Roña.
Carlos Cañete, un temible peleador de peso pluma de los 60, tenía el rostro bañado en sangre la noche que enfrentó al chileno Godfrey Stevens en el Luna Park allá por agosto de 1964. El médico de turno subió para detener la pelea. “Sólo le pedimos un round más”, gritaron, al mismo tiempo, Cañete y su segundo, Osvaldo Cavillón. El médico accedió y, en medio de un frenesí incontenible que enloqueció a los espectadores, Cañete salió y puso nocaut al chileno. Esa noche fue su noche y la ovación lo acompañará por toda su vida.
Leonard, Galíndez y Roldán
Cuando Ray Leonard enfrentó por primera vez a Thomas Hearns, en septiembre de 1981, recibió un dedo en el ojo y éste se le fue cerrando. Más allá de opiniones, Hearns iba arriba en las tarjetas. Y fue entonces cuando Angelo Dundee, maestro de rincones, le gritó a Sugar Ray:
–¡Estamos perdiendo, andá y ponelo nocaut!
Leonard, sobreponiéndose a todo (esa herida le costó un desprendimiento de retina y por ende el otoño prematuro de su carrera), salió de su rincón y en un desesperado arrebato le ganó a Hearns, rompiendo todos los pronósticos.
Con un ojo cerrado, en cambio, Juan Domingo Roldán le dijo a Tito Lectoure que no podía seguir ante Marvin Hagler aquella noche de 1984 en el hotel Riviera de Las Vegas.
-¡Galíndez peleó con un solo ojo, andá y peleá, cagón! –le gritó Tito.
Roldán, sin embargo, terminó dejándose caer: “Esa noche yo no podía ganar, por eso me dejé caer, ya no daba más”, confesaría Roldán, quien, aunque hubiera sido campeón mundial, no había nacido para héroe.
Hablando de ojos cerrados o de audacias, quedan dos casos y un mismo protagonista. Uno, el más famoso, fue el de Víctor Emilio Galíndez, cuando fue cabeceado por Richie Kates en Sudáfrica el 22 de mayo de 1976. Primero Lectoure, pidiendo descalificación, gritó que su boxeador no podía seguir. “Cuando vi que no pasaba nada, le dije a Galíndez que no tenía nada, y Víctor me miró sin entender, ¿cómo podía ser que primero no podía pelear y después estaba entero? Galíndez, obediente, siguió peleando. Y aunque empapé una toalla entera de sangre, Víctor siguió hasta el final, secándose la sangre en la camisa del referí, hasta que al final lo puso nocaut a Kates cuando faltaba un segundo para que terminara el round, fue un final de película.”
Pero hay otra historia, menos conocida, que habla del temple de Galíndez. Antes de su pelea por el campeonato mundial que estaba vacante, frente a Len Hutchins, en el Luna Park (diciembre de 1974) sufrió un choque automovilístico. Tenía problemas en un pie y un corte en el cuero cabelludo. Viéndolo, Lectoure pensó que pelear así era una locura.
–Mejor la suspendemos unas semanas, Víctor, vos así estás dando muchas ventajas –le dijo el promotor.
–No, Tito, a ver si como está vacante pelea otro y me pierdo la oportunidad. ¡Agárrela, que yo peleo lo mismo! –dijo el boxeador tumbado en la cama y lleno de vendajes. Por si hace falta decirlo, peleó, ganó y encima lo mandó al hospital a Hutchins.
Leonard vuelve a ser eje de una historia ya en su ocaso, cuando peleó con Terry Norris en el Madison Square Garden de Nueva York en febrero de 1991. Tras recibir una tremenda paliza, Leonard, con los ojos cerrados y la boca malamente lastimada, se aguantó todo y terminó de pie. Dicen, y es posible, que Norris, respetando a su ídolo, no quiso pegarle más, porque hasta a él le dolían los golpes. Leonard, noble y corajudo, siguió de pie, pues según la vieja y cruel regla del ring, los boxeadores eligen cómo perder y él prefirió la paliza antes que tirarse. Cuando llegó a la conferencia de prensa, lastimado por tantos golpes, los periodistas no aguantamos y, de pie, lo aplaudimos. Había perdido, pero era el héroe de la noche.
Los titulares de los diarios, al otro día, titularon con un “Perdió Sugar Ray”. A nadie se le ocurrió encabezar con “Ganó Norris”, puesto que el verdadero protagonista fue el perdedor.
Por eso hoy todos recuerdan a Leonard, mientras Norris es un apellido acompañado por el rótulo de “fue un buen boxeador”. El otro fue un héroe, porque se agrandó en las derrotas. Cuando le preguntamos a Leonard por qué había aceptado pelear con un rival como Norris, mucho más joven y entero que él, tuvo una respuesta simple y esperable, una respuesta típica de boxeador:
-Porque soy un guerrero y los guerreros nacimos para aceptar los desafíos. Dijeran lo que dijeran, yo subí convencido de que era más que él y que le iba a ganar.
Argentino hasta la muerte (a veces)
Horacio Accavallo se recibió de héroe la noche que defendió su corona ante el mexicano Efren Torres, a quien por algo llamaban Alacrán. Aquel 10 de diciembre de 1966 no sólo estuvo por el piso. Terminó tan maltrecho y castigado, con los ojos inflamados, que le tuvieron que tapar la cara con una toalla cuando terminó la pelea. Esa noche se defendió como un león, haciendo la pelea más dura de su vida.
Gustavo Ballas, en cambio, decidió abandonar el ring dos veces, la primera cuando expuso su corona en Panamá frente a Rafael Pedroza. En aquel diciembre de 1981, sin embargo, llegó hasta el final. Y, un año más tarde, cuando intentó ganarla en Japón ante Jiro Watanabe, decidió irse. Para todos la había parado el referí, así que grande fue la sorpresa en la cena cuando el boxeador admitió ante nuestro compañero Pablo Llonto que le había pedido que detuviera el combate: “Sencillamente no daba más, no tenía caso seguir peleando”, admitió. Obviamente su lugar no estará entre los héroes.
A su vez, aunque quizás el término heroico pueda ser reemplazado por el de suicida, Ricardo Calicchio cayó varias veces frente a Rafael Merentino, en el Luna Park, el 13 de octubre de 1951 y como nadie paraba la pelea, él no se entregó. “Esta noche me lo hicieron matar”, dijo Merentino cuando el suplicio terminó en el séptimo round. A su vez el veterano periodista Washington Rivera confesó que, en un costado del estadio, se puso a llorar ante el castigo que había recibido el perdedor.
Castellini se fue ovacionado del ring del Luna Park cuando Alfredo Horacio Cabral le dio una paliza en junio de 1979. Tras haber caído, con las cejas lastimadas y la boca rota, Castellini recibió un aplauso de pie, de gente emocionada ante su estoicismo. Fue para él una noche extraordinaria, ya que nadie le perdonó la derrota sufrida frente a Eddie Gazo en Nicaragua, ante un rival técnicamente tan inferior. Perdiendo por paliza ante un rival más joven se hizo más grande que en una derrota por puntos ante un rival sin técnica.
Coggi no se entregó en ningún momento frente a Frankie Randall en Las Vegas, a pesar de que aquella noche de septiembre de 1994 anduvo varias veces por el piso. Horacio Saldaño libró una pelea tremenda ante Tito Yanni (fue en 1980 y los más veteranos la consagraron como la más dura que haya habido en el Luna Park en toda su historia), tras abandonar de prepo. La Pantera Tucumana nunca fue campeón de nada en el profesionalismo, pero se ganó la distinción de haber sido uno de los boxeadores de la era moderna que llenaba el Luna Park en cada pelea.
Triunfo y derrota, dos impostores
Floyd Patterson, Sonny Liston, Hugo Pastor Corro, Oscar De La Hoya (por ahora), Vito Antuofermo, Nino Benvenuti, Larry Holmes y tantos otros han sido campeones mundiales y como tales estarán en la historia, pero ninguno será recordado por una noche heroica, aunque quizá nunca estuvieron en una encrucijada sin salidas. Campeones sí, seguro, héroes no.
No medir las consecuencias, no entregarse nunca, fue distintivo de peleadores de los años 50 como Jake La Motta o Rocky Graziano. Son aquellos boxeadores que hubieran podido dictar una de las frases de la película Gladiador, interpretada por Russell Crowe. Quien es su manager, Próximo (Oliver Reed) le da un consejo de oro: “Aprendé de mí. No fui el mejor porque mataba rápido. Fui el mejor porque la multitud me amaba”.
La noche en que LaMotta recibió una paliza brutal frente al gran Ray Sugar Robinson (14 de febrero de 1951) el referí tuvo que detenerla. Lastimado, borracho por los golpes, pero de pie, LaMotta se arrimó a Robinson y, todavía desafiante, le gritó: “No me pudiste tirar, hijo de puta, aquí estoy parado todavía, no me pudiste tirar”.
Por el contrario, nadie aceptó que, viéndose derrotado, Tyson apelara a morder las orejas de Holyfield , sería bueno hacer una referencia a Evander. Es que Holyfield, en su segunda pelea frente a Riddick Bowe recibió una paliza de órdago. Estuvo a punto de noquear allá por el octavo y entregó tanto esfuerzo que se fundió y terminó perdiendo por puntos. Esa noche, a pesar de haber perdido, Holyfield se recibió de campeón.
Otra derrota que dignificó al perdedor fue la de Thomas Hearns cuando peleó con Marvin Hagler. Considerada por muchos como la gran pelea de los últimos veinte años (ocurrió el 15 de abril de 1985 en Las Vegas), Hearns no sólo no dio un solo paso atrás sino que se entregó a un intercambio furioso de golpes, intentando frenar a un Hagler embravecido, hasta que finalmente cayó nocaut.
Cuando el gran Kid Gavilán vino a la Argentina y peleó con Rafael Merentino, llamado Rompehuesos, éste no quiso aceptar el pasivo papel de segundón. Noqueador de raza, salió a meter la mano. Gavilán, después del primer round, meneó la cabeza, como diciendo: “Este muchacho no sabe lo que hace”. Y le dio una feroz paliza. Merentino, años más tarde, nos confesaría: “El negro me arruinó todo, pero si yo podía, esa noche le arrancaba la cabeza”.
Mientras algunos triunfos han sido sólo eso, una mención estadística sin ninguna apelación emocional, derrotas como la de Coggi ante Randall o la de Leonard ante Norris o aquella de Thomas Hearns frente a Marvin Hagler aún erizan la piel de los viejos aficionados.
Para el final queda una historia poco divulgada. Cuando Rocky Marciano subió al ring como desafiante de Jersey Joe Walcott, la noche del 23 de septiembre de 1952, no tuvo sólo al campeón como rival. Le esperaban varios padecimientos. En el primer round anduvo por el suelo. Como nunca había caído no tuvo ni la picardía de quedarse en el suelo hasta los 8, así que a los tres segundos ya estaba recibiendo más golpes. Llegó al rincón con sangre en la boca y un corte en el ojo izquierdo. Le pusieron un coagulante llamado Dinamita, que era muy fuerte (hoy está prohibido) y que quemaba rápidamente las heridas. Pero en el apuro o el nerviosismo, al mojarlo con la esponja, permitieron que el líquido se le metiera en el ojo a Rocky quien, casi ciego, continuó peleando. Recién por el séptimo round empezó a trabajar el cura heridas oficial, Freddie Brown (el mismo que llegó a atender a Roberto Durán), quien se dedicó más que a la herida a limpiarle el ojo a Marciano. Mientras el manager de Rocky gritaba para que revisaran los guantes de Walcott, la pelea se iba de las manos del retador.
–¿Cómo voy? –preguntaba Rocky.
–Perdiendo –era la respuesta–. Si no noqueás, no ganás.
En el 130, Rocky salió embravecido y metió una derecha histórica, que terminó con Walcott, y comenzó con su reinado en una de las definiciones más dramáticas del boxeo de todos los tiempos.
Sí, se puede ser campeón con récord intachable y buenos números para la estadística. Pasar a la leyenda es otra cosa. Sólo unos pocos son los elegidos por el público de pie, emocionado por el coraje y la entrega de los gladiadores.
La ley del ring
Por Stanley Christoudoulou
El referí sudafricano estuvo en grandes combates y siempre mantuvo una filosofía, la de darle al campeón una oportunidad extra. Con Galíndez y Castro no se equivocó en dos noches épicas y dramáticas.
En mi carrera de referí hay unas cuantas peleas inolvidables. Elijo, por lo menos, tres. Una, obviamente, cuando me tocó dirigir a Víctor Galíndez frente a Richie Kates. Guardé la camisa, llena de sangre, en un cuadro. Otra, aquella en la que Jorge Castro noqueó a John David Jackson cuando yo le había dado un round más antes de pararla. La tercera, que es un nocaut clásico, es en la que Thomas Hearns lo puso nocaut a Pipino Cuevas y le sacó el campeonato mundial.
Sé que muchos criticaron mi actitud de darle una oportunidad más al campeón. En los casos de Galíndez y Castro, los hechos demostraron que por algo lo eran, porque un campeón es aquel capaz de jugarse la vida hasta el último aliento y hasta de ganar una pelea. En el caso de Cuevas ante Hearns no hubo alternativa, pero Pipino intentó ponerse de pie de cualquier manera para seguir entregando todavía un poco más.
Yo no puedo juzgar a aquel que abandona, de la misma manera que tampoco puedo hacerlo con esa clase de boxeadores que empiezan a protestar una vez que están seguros de que le dieron el out y ya no hay más pelea. No todos son iguales y justamente por eso, boxeadores de la talla de Galíndez, Castro y Cuevas están en la historia. Haber sido el referí de semejantes peleas y sentir, sobre todo en los casos de los argentinos, que haberles dado una oportunidad sirvió para que aflorara toda su sangre campeona es algo que no deja de emocionarme cada vez que lo recuerdo.
Textos de Carlos Irusta
Fotos de Archivo El Gráfico.